La última edición del Festival de San Sebastián, celebrada en septiembre de 2023, supuso la consagración definitiva de Víctor Erice. Se preguntarán ustedes el porqué de tal afirmación, tratándose de un cineasta que empezó su carrera profesional en los años 60 del siglo pasado y atravesó las décadas siguientes con algunas de las películas más destacadas de la “modernidad” cinematográfica: de El espíritu de la colmena (1973) a El sol del membrillo (1992) pasando por El Sur (1983), por no mencionar cortometrajes, mediometrajes, instalaciones y otros formatos. Sin embargo, nunca se había hablado tanto de él como en estas últimas semanas, tanto en la prensa como en las redes sociales e incluso en la televisión (es curioso: un defensor a ultranza de la pureza del cine, así como de su derecho a la intimidad, devuelto a la actualidad gracias a Twitter, Instagram y los magacines televisivos). ¿O no se trata solo de eso? Pues en los círculos cinéfilos más recalcitrantes, Erice se ha convertido igualmente en objeto de un debate que tiene que ver con la historia del cine. Cerrar los ojos (2023), su última película, estrenada primero en Cannes y ahora en San Sebastián, ha provocado que vuelva a hablarse de clasicismo y modernidad, de la vigencia de ambos términos y de la posibilidad de caracterizar nuestro tiempo, el cine que ahora vemos, utilizando uno u otro.
Pero ¿a quién importa todo eso? Y, en cualquier caso, ¿no habíamos quedado en que, primero, el cine fue sustituido por el audiovisual muchos años ha (tesis que sostiene el propio Erice) y, segundo, la modernidad también fue superada hace ya tiempo (por la posmodernidad, la hipermodernidad o como quiera llamarse, si es que hay necesidad de llamarla de alguna manera)? Sin embargo, los comentarios críticos propiciados por la irrupción de Cerrar los ojos han creado un clima de enfrentamiento al respecto que no veíamos en años, quizá décadas. De una parte se sitúan quienes han hablado de “cine viejo” a propósito del film, los que se lamentan de que Erice se haya plegado a una narrativa más “convencional”, por lo menos respecto a sus tres largos anteriores, y de algún modo se haya integrado en un academicismo más propio del cine español medio, industrial, que de sus orígenes transgresores respecto a ese mismo lenguaje. Y en el otro lado están los convencidos de que se trata de otra cosa, de una depuración lógica de su puesta en escena que lo ha llevado a un estilo más sosegado, solo en apariencia convencional o viejo. Según estos últimos, la perversión a que se ha visto sometido en los últimos tiempos el universo de las imágenes en movimiento no estaría permitiendo ver con claridad la transparencia, la fluidez a la que ha llegado el cine de Erice. De algún modo, se trata de un choque frontal entre dos maneras de ver el cine: aquella que defienden quienes creen que el “cine contemporáneo” debe seguir siendo moderno sin interrupción, y aquella otra que ve esa “modernidad” como algo susceptible de un cierto regreso al “clasicismo”, a las esencias, que se convertiría así en un modo de resistencia frente al neocapitalismo digital.
Me van a permitir que no me sitúe en ninguno de estos dos lados y, es más, que dude de todo integrismo al respecto. Si Cerrar los ojos es un film clave para entender dónde estamos y adónde vamos, incluso si se considera una gran película, no es por su supuesto retorno a los orígenes, que a veces le juega alguna que otra mala pasada. Y si hay que cuestionarlo en algunos aspectos no es porque se oponga a la nueva gramática de una contemporaneidad por otro lado discutible, cocinada en el dudoso ecosistema de los festivales y los labs, por no hablar del retorno de los “grandes temas” en formas que nunca hubiéramos imaginado. El film de Erice es importante –en la medida en que pueda ser “importante” un film— porque redefine aspectos de la historia del cine que parecían olvidados, sepultados por el universo anecdótico y banal en el que parecen haberse sumergido la teoría y la crítica. Pues Cerrar los ojos pone sobre la mesa –nada más y nada menos— una posibilidad inquietante, perturbadora: el final de toda modernidad podría ser un retorno al clasicismo, pero ahora transformado, reelaborado, como si hubiera acabado absorbiendo e integrando las rupturas más extremas de la actitud moderna. Las imágenes en apariencia límpidas y transparentes del film de Erice ocultarían así numerosas rugosidades: una postura autoconsciente (la revisión de la propia obra), una cierta tendencia al collage (de imágenes anteriores, de palabras ya pronunciadas…), un distanciamiento radical a través de la rarificación de la estructura (no tan lineal como pudiera parecer), una mezcla de géneros y registros (sin dejar ver costura alguna)… Lo que hace apasionante el acto de enfrentarse a Cerrar los ojos —más que el film en sí mismo–es la tensión que deja ver entre el cine que ha defendido siempre su responsable y la dificultad de hacerlo ahora mismo si no es plegándose a ciertos imponderables, asumiendo los nuevos tiempos aunque sea fagocitándolos, aceptando que formen parte del nuevo organismo que se está creando. Erice todavía sigue dándole vueltas al mito de Frankenstein: ¿acaso el cine no nació también, como el monstruo imaginado por Mary Shelley, con la intención de otorgar una nueva vida a lo que parecía muerto, a partir de un ingenio expresamente inventado para la ocasión?
Otras películas vienen ahora a complicar todo este asunto. A propósito del film de Víctor Erice, podría hablarse también del “estilo tardío” que definió Edward Said, caracterizado por un descuido y un desaliño formal que, por supuesto, no es consecuencia de la torpeza, sino de la urgencia que exige el paso del tiempo, o el tiempo que se acaba. Erice tiene 83 años y una larga carrera a sus espaldas, sobre todo si se tiene en cuenta que, como él mismo dice, nunca ha permanecido inactivo: las películas no realizadas pero sí pensadas, las obras en apariencia “menores” solo por su formato, lo que jamás se ha dicho pero ha estado a punto de decirse, también forman parte de su “obra”. En cualquier caso, Cerrar los ojos exhibe un estilo que no es solo producto de la depuración, sino igualmente de la necesidad de construir imágenes con la rapidez que exige el tiempo que se escapa inexorablemente, sean como sean y salgan como salgan. Il sole dell’avenire (2023), de Nanni Moretti, tiene igualmente algo de eso, y puede que su apariencia un tanto mimética respecto a obras anteriores del cineasta, Caro diario (1993) o Aprile (1998), tenga algo que decir al respecto: como el Howard Hawks de Eldorado (1967) en relación a Rio Bravo (1959) –película que Erice evoca en su film–, Moretti apela a la idea del remake enmascarado para corregir y reelaborar, pero también para dejar claro que no hay nada nuevo bajo el sol, que todo ha sido ya hecho, y que cuando se hace otra vez no es tanto para perfeccionarlo como para ofrecer una variación, casi al estilo musical, de los temas y formas ya tratados. De nuevo, volver al “cine viejo” se convierte en un experimento que revitaliza la idea de “modernidad”.
Y lo mismo ocurre con Coup de chance (2023), la película que Woody Allen ha filmado en Francia no solo por su triste condición de “cancelado”, sino porque es alguien que ya no puede tener un lugar propio en el cine americano actual, como les ocurre igualmente a Abel Ferrara o Brian De Palma. ¿Estilo tardío o juventud recuperada? Coup de chance es un film que parece hecho con cuatro trazos, más un bosquejo o un borrador que una película terminada, pero que precisamente en esa condición precaria encuentra su sentido: un relato sobre la fragilidad de nuestra razón de ser en el mundo que adopta a su vez una puesta en escena frágil, volátil, casi inexistente en su decidida ligereza. Erice, Moretti y Allen han hecho tres películas que no parecen aportar nada al lenguaje contemporáneo del cine, que incluso aparentan oponerse a su renovación y, por el contrario, se interrogan sobre la pertinencia de ciertas actitudes que se han propuesto innovar-a-cualquier-precio: no basta un lavado de cara más o menos superficial de las imágenes para hacerlas “contemporáneas”, entre otras cosas porque quizá “el cine contemporáneo” no sea una cuestión de imágenes nuevas a toda costa, de oponer lo viejo y lo nuevo –¿no es esta una postura más bien reaccionaria?–, sino de negar la existencia de ambos conceptos para concebir la historia del cine de otra manera, un bucle que se retroalimenta a sí mismo sin cesar, capaz de permitir el surgimiento de un nuevo clasicismo tardío en plena agonía de la posmodernidad.
Pero volvamos a San Sebastián, un festival que dio mucho de sí. Además de estrenar en España el órdago de Erice, otorgó visibilidad a películas que se han querido presentar, últimamente, como el rien ne va plus de esa contemporaneidad que cada vez se hace más difusa, además de difícil, muy difícil de definir (igual tampoco hace falta). Otro festival, el de Cannes, sigue marcando la pauta en este sentido, y de ahí procedían un par de films excelentes. Inside the Yellow Cocoon Shell (2023), ópera prima de Thien An Pham, inmoviliza la narración para extraer de ella destellos poéticos desde los que nace un relato paralelo. Los delincuentes (2023), de Rodrigo Moreno, se inscribe en el modelo de ese cine argentino ultranarrativo (o metanarrativo) que suele acabar disolviéndose en imágenes ambiguas resistentes a cualquier tipo de interpretación. Para estos films, el cine es un misterio, o por lo menos en eso consiste la realidad filmada, esencialmente opaca e impenetrable. Pero ¿acaso no era eso también el “cine clásico”? ¿O qué son las películas de Frizt Lang y Otto Preminger, o incluso John Ford y Leo McCarey, sino tratados sobre la dificultad de vivir, y de representar lo vivido, disfrazados de pura intrascendencia? En los films de Thien y Moreno se trataría de lo contrario: la apariencia es grave, trascendente, mientras que el trasfondo deja entrever que todo se reduce a pasar desapercibido, a desaparecer –los personajes y la propia película–, por otra parte uno de los grandes temas de Cerrar los ojos, donde también el estilo tradicionalmente ericiano se esfuma dejando pocos rastros.
Puestos a disolverse, ¿por qué no hacerlo del todo y ostentosamente, dejando pistas falsas que a su vez puedan servir para ocultar que se ha producido esa desaparición? Si Cerrar los ojos se postula como un tratado sobre la invisibilidad –de los cuerpos y del estilo–, los films que Ryusuke Hamaguchi y Christian Petzold presentaron en San Sebastián, procedentes respectivamente de Venecia y Berlín, se someten a sí mismos a incontables mutaciones, en el interior de su propio discurrir, que a su vez los convierten en objetos abiertos a cualquier interacción que se quiera emprender con ellos. Significan tanto que resultan inaccesibles y no significan nada. Dicho de otro modo, se niegan a reducirse a cualquier significado que se les quiera imponer, pero eso no presupone que no tengan nada que decir. Se hunden en un pozo de silencio sin renunciar a sugerir una gran multiplicidad de interpretaciones. Y si en principio se oponen a la estrategia de Cerrar los ojos, que parece dejarlo todo a la vista, en el fondo también utilizan el estilo clásico, incluso la narración convencional, para hacerla implosionar en súbitos cambios de rumbo que podrían parecer impostados si no fuera porque cada giro sirve para cuestionar lo visto, para poner en duda todas las certezas que podamos haber acumulado hasta ese momento. No es la trama lo que hay que entender, sino la mutabilidad de la estructura, que lucha contra sí misma para no dejar de existir mientras se transforma constantemente.
Habrán visto que no he dicho nada aún de los argumentos mutantes de Evil does not exist, de Hamaguchi, o Roter Himmel, de Petzold. Ni siquiera había mencionado sus títulos. ¿Por qué iba a hacerlo? Lo que importa aquí es otra cosa, que tiene que ver con conceptos y abstracciones, en realidad el gran tema del cine contemporáneo. Cerrar los ojos, según decíamos, va de formas disipadas que poco a poco alcanzan una armonía que podría ser “clásica”. Los films de Hamaguchi y Petzold, en cambio, van de una narración aparentemente clásica que poco a poco se va descomponiendo y proponiendo otras muchas formas, infinitas posibilidades de transformarse en lo que al principio no parecen –ni lejanamente— ser. ¿Qué tienen que ver, entonces, esas tres películas? ¿Y cómo se relacionan con las de Thien y Moreno, incluso con las de Moretti y Allen? He aquí cómo la historia del cine se hace en presente, en precario, con hipótesis frágiles y provisionales. He aquí cómo cada vez está menos relacionada con una posible progresión o cronología lineal que se desintegra a cada nueva aportación, ya sea revisando el pasado o interpretando el presente. Ahora mismo, el hecho de que determinadas películas no distingan entre tradición y renovación, o sean por completo ambivalentes, ambiguas, incluso llenas de dudas y cambios de humor –es decir, que no nos permitan acceder del todo a su interior–, permite un cruce entre clasicismo y modernidad, un nuevo híbrido de “puestas en escena”, que abre un flamante capítulo en el discurrir de las imágenes en movimiento, sin importar si proceden de la vieja o la nueva cinefilia, sin atender a sectas ni purismos de uno u otro lado. Ya no hay cine ni audiovisual: solo masas y volúmenes que se agitan en una pantalla, sea la que sea, y proclaman que el único tema posible ahora mismo es el modo en que evolucionan para convertirse en ilocalizables, en que se niegan a que nada las instrumentalice.
Carlos Losilla
Barcelona, octubre de 2023