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El último Kazan: stay on her

El último Kazan: stay on her

Cuando Elia Kazan estrenó El último magnate en 1976, Jimmy Carter acababa de ganar las elecciones y faltaban cuatro años para la llegada de Ronald Reagan y de sus políticas neoliberales; y Tiburón (Steven Spielberg) había sido estrenada durante el verano de 1975 de forma simultánea en numerosos cines de todo el país. Los beneficios que generó cambiaron para siempre el modelo de negocio y bajaron a la crítica de su pedestal, en favor de la promoción intensiva de las películas. Se dio prioridad a los gustos de masas y a la producción a gran escala, dejando de lado la cinefilia, apuntalando el modelo de feel good movie. Meses después de que viese la luz la última película de Kazan, Rocky (John G. Avildsen) ganó el Oscar a la mejor película y George Lucas estrenó La guerra de las galaxias. Así que, al igual que Fedora (Billy Wilder), El último magnate es una película del género Hollywood on Hollywood que nace ante el ocaso del Nuevo Hollywood y el nacimiento de un nuevo sistema de producción.

Inspirada en la novela homónima inacabada de F. Scott Fitzgerald, El último magnate ambienta su trama en los años 30 para narrar la caída de un productor, Monroe Stahr, en virtud de unas formas de producción capitalista que él ignora hasta el punto de sugerir en una reunión con los ejecutivos de Hollywood que es necesario empezar a hacer películas de calidad, por más que generen pérdidas. 

Obsesionado por su trabajo, el personaje de Stahr, tal y como señala Alfredo Rossi (1), hace del cine su pareja. Viudo de una diva de Hollywood, el productor nunca superó su pérdida y vive solo para su trabajo. El compromiso, rodada por Kazan unos años antes, ya planteaba cómo un hombre de negocios exitoso sufre una profunda crisis que lo arrastra a un nihilismo radical, catalizada por el personaje interpretado por Faye Dunaway (2).

El cine de Kazan ha representado con gran elocuencia el deseo femenino y la injusticia de género. Como apunta Savannah Lee, muchos de sus personajes femeninos son determinantes en el devenir de los acontecimientos y tienen más capacidad de agencia de la que la crítica ha señalado. Con todo, El último magnate contrasta con El compromiso, por cuanto el amor de pareja no es una recreación freudiana de un conflicto infantil. Es decir, no está mediatizado por los traumas que los personajes forjaron a partir de la relación con sus padres durante su infancia (en El compromiso, Kirk Douglas le dice a su mujer que se enamoró de su amante porque le recordaba a su madre). En El último magnate, aunque Kathleen aparece en la vida de Stahr en calidad de “fantasma”, dado que guarda un gran parecido físico con la primera esposa del productor, la relación que mantienen entra en lo que Eva Illouz define como racionalización de las relaciones amorosas (3). El esquema de amor romántico se verá sacrificado cuando ella decida elegir a otro hombre que le procure una vida más cómoda. El fracaso de la relación entre los protagonistas se desarrolla en paralelo a la expulsión de Stahr de la industria de Hollywood, por no querer adaptarse a los nuevos modelos de producción cinematográfica. Su crisis empieza en el mismo momento en que empieza su obsesión por Kathleen.

Con independencia de la protagonista, desde el arranque de El último magnate, la importancia de los personajes femeninos tomará cuerpo en otras figuras. La película empieza en una sala de proyección; abren el film varias escenas de películas de género, rodadas en blanco en negro. Dos fragmentos diegéticos que subrayan la importancia que tendrán en la película el cine y las mujeres. El primer fragmento parece ser de un noir. Las tres mujeres que lo protagonizan son portadoras de la pulsión de muerte. Y la víctima es un tipo aparentemente asesinado como resultado de una conspiración. La escena que sirve como prólogo en blanco y negro nos adelanta el final de Starh, que acabará abatido por una mujer y rematado profesionalmente por sus propios compañeros. El protagonista aparece por primera vez como juez de esas imágenes, de espaldas, en un plano medio cerrado. Y tan abducido por la oscuridad de esa sala como lo estará al final de la película. Durante la proyección de la segunda escena, ante la imagen de una pareja en la playa, Stahr da instrucciones al montador e insiste en eliminar al personaje masculino y que la cámara permanezca en ella: “Stay on her”. Ese “quedarse en ella” define la actitud del personaje de Stahr a lo largo del film.

Después de presentarnos al protagonista, la película nos conecta con su trauma a través de la visita guiada que un grupo de personas hacen al que fuera el camerino de la difunta esposa de Stahr. La cámara recorre la habitación mediante una panorámica donde todos los objetos son de color blanco y negro, excepto el retrato de la desaparecida estrella. Su imagen prevalece entre entre el resto de objetos que, como les acabará ocurriendo a los estudios, no son más que un mausoleo con valor museístico.  

La manera en que Kathleen afrontará la relación toma cuerpo en la forma en que se representa el primer encuentro entre ella y Stahr. Tras una inundación en el estudio, Katheleen y otra joven aparecen subidas sobre la cabeza de piedra de lo que parece ser una divinidad. Presumiblemente, un fragmento de un decorado arruinado por el agua. Cuando Katheleen desciende, vemos en primer plano como esa cabeza, que parece representar la pulsión de muerte, es arrastrada por el agua. Descubrimos así a Katheleen, que pasa a ocupar la centralidad del plano. Se produce entonces un plano contraplano, en el que no existe reciprocidad alguna: la mirada de Stahr no es correspondida. Él la mira a ella, pero ella no le devuelve la mirada. Como sucedía en Vértigo. De entre los muertos (Alfred Hitchcock), predomina la cámara subjetiva del personaje masculino. No obstante, en las dos películas, el deseo femenino también goza de cierto protagonismo. En el caso de El último magnate, aunque no lo parezca, los deseos de Katheleen marcan tanto el desarrollo de la relación entre ambos como el final. Es interesante recordar que Tiburón, estrenada un año antes que el film que nos ocupa se abre con un grupo de jóvenes en una fiesta nocturna que tiene lugar en una playa. En un momento dado, un chico y una chica se miran con deseo. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. Se trata de un plano mil veces recreado por el cine. Tampoco nos extraña que ella se desnude y salga corriendo hacia la orilla, mientras su partenaire masculino la sigue emocionado al tiempo en que se va desvistiendo. Lo que resulta novedoso es que, mientras ella se baña desnuda en la playa y empieza a ser devorada por un tiburón, el muchacho cae desplomado al llegar a la orilla y no es capaz de moverse más. La muerte de la chica rubia ocurre sin que él perciba absolutamente nada, a pesar de los gritos. En los últimos años de la segunda ola feminista, tanto la invitación a la sexualidad como los gritos de auxilio femeninos caen en la indiferencia. Quizás fuese ese nihilismo lo que se apoderaba del cine.

Kazan recupera la concepción de amor a primera vista de la era premoderna de la cultura; una versión encantada del amor, como lo llama Eva Illouz. Ese planteamiento, en las postrimerías del Nuevo Hollywood, resulta especialmente original y casi extemporáneo. Es probable que el director quisiera establecer un diálogo crítico con los cambios que estaban teniendo lugar en ese momento en la industria cinematográfica. Los nuevos modelos de producción -el taquillazo del verano que llegó con Tiburón y cambió la industria para siempre- contrasta con una película del género Hollywood en Hollywood que extiende su llanto sobre todo lo que ha desaparecido y que, como dice Alfredo Rossi, ofrece de todo menos espectáculo, ya que el espectáculo está llegando a su fin. 

Volviendo al momento en que Stahr ve a Kathleen por primera vez, cabe recordar que, como afirma Sarah Kofman, “la fascinación de los hombres con el eterno femenino no es más que fascinación por su propio doble, y la sensación de misterio, Unheimlichkeit, que experimentan los hombres es la misma que uno siente estando ante cualquier doble, cualquier fantasma, ante la abrupta reaparición de lo que creía haber superado o perdido para siempre (4). Desde esa óptica, no es casual que después de haber visto a Katheleen por primera vez, Stahr vuelva a su casa, entre en su habitación de matrimonio y visualice mediante un flashback en blanco y negro a su desaparecida esposa sentada en el dormitorio, esperando su llegada y exclamando “ya estoy aquí” en un rápido zoom. La puesta en escena actúa como bisagra tanto entre la conexión que el protagonista establece entre las dos mujeres, como en la preeminencia de su duelo. Dos años más tarde, François Truffaut filmaba La habitación verde, demostrando que el duelo por una mujer prematuramente muerta seguía en plena vigencia. No es de extrañar que, la última película de David Cronenberg, The Shrouds, plantee la imposibilidad del protagonista de superar el duelo de su mujer hasta el punto de colocar una cámara en el interior de su tumba para contemplar en directo su descomposición. Sus encuentros con otras mujeres estarán mediatizados por la pérdida de la primera. 

Kazan solía hacer uso del flaskback o de la distorsión de la imagen o el sonido, que se vuelven oníricos, como en el caso de Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo: esas distorsiones se producen tanto al recordar al que fue su primer amor (muerto por suicidio) como después de la violación de su cuñado, Stanley, momentos antes de ser llevada al sanatorio. Incluso en Los visitantes, uno de los dos soldados, después de haber violado a la mujer de su delator, recuerda en un flashback el episodio de la adolescente vietnamita por el que fueron denunciados.Y la importancia de ese recurso se hace muy evidente en el penúltimo film de Kazan, El compromiso.  El personaje de Faye Dunaway es una especie de voz de la conciencia que pone en crisis al protagonista, Kirk Douglas. Después de sufrir un accidente cree verla cuando en realidad es a su esposa a quien tiene delante de los ojos; y, más allá de esas “apariciones”, la recuerda a través de varios flashbacks y establece diálogos con el fantasma, incluso delante de su mujer. En una de las escenas, Douglas está en la cama con su cónyuge y sufre una especie de síndrome de sosias. Vemos entonces primeros planos del rostro de la esposa combinados con primeros planos del rostro de la amante. El recién desaparecido David Lynch, en Carretera perdida, usará ese mismo recurso en versión posmoderna poniendo, en el lugar del rostro de su mujer, el rostro de los miedos del inconsciente del protagonista.

Por lo que respecta a El último magnate, además de tener un halo fantasmal en su primera aparición en pantalla, Kathleen se representará como un objeto inalcanzable hasta su primer encuentro sexual con Stahr en la casa de la playa. Cabe recordar que, la tercera vez que Stahr ve a Kathleen, ella está tras una cortina de agua, igual que la primera vez estaba flotando en el agua. Y, cuando tengan su primer encuentro sexual, también estarán junto al mar. El agua de la primera vez se debe a que las cañerías del estudio han estallado por el terremoto; el agua del tercer encuentro se debe a una fuente de lujo en el salón de fiestas; y el agua del mar responde a que van a la casa del productor, situada cerca de la orilla. Después del baile del tercer encuentro, ella le dice que no puede verle más y vuelve a su sitio, tras la cortina de agua. Stahr la observa desde su mesa con esa cortina de agua incesante que actúa a modo de barrera. Cuando ella está dejando la fiesta, él la sigue, la coge de la mano y se la lleva al exterior del salón de bailes. Se establece un juego de sombras. Ella está contra la pared y él está justo delante. Durante el plano-contraplano, vemos la cara de ella semiiluminada. Hay una pequeña parte en sombras que parece aludir a su vacilación ante las invitaciones constantes de Stahr. Al final, dice que es una mujer débil y acaban yéndose juntos, antes de dudar una vez más.

En Esplendor en la hierba, Bud y su padre están en un espectáculo de cabaret. Ante la tristeza de Bud, su padre le dice que puede tener a la chica que quiera. De hecho, hay una bailarina que se parece a su enamorada. Esa idea de la repetición, del “fantasma”, pero desde una óptica muy real y transaccional, ya aparece ahí. El padre se acerca a las bailarinas. En primer término, las piernas de las chicas, con sus zapatos escarlata, se elevan desde abajo (ellas están tumbadas sobre el escenario); en segundo término, el padre se acerca a ellas. Pasamos por corte a la habitación de él, que duerme sobre la cama; llaman a la puerta y aparece ella, la bailarina, que se sienta sobre una butaca y bosteza. Las mujeres de Kazan, por más que puedan ser presentadas como una fantasía, acaban por materializarse.

La conexión entre la obsesión amorosa de Stahr por Kathleen y su decadencia profesional tiene lugar en la escena en que un joven guionista le recrimina que esté usando a dos guionistas más para trabajar en un guion a sus espaldas. Durante la discusión, que se produce delante de un decorado en exteriores, en segundo término, vemos cómo una grúa transporta la cabeza de la diosa que transportaba a Katheleen. En lo más álgido de la discusión, la cabeza se interpone en la distancia entre ambos personajes, justo en el momento en que Stahr le dice al joven que en su guion trabajan más personas porque esas son las reglas de la industria. De algún modo, la escena recoge el principio de la ruptura de Stahr con la industria y su funcionamiento. Esa cabeza traza la brecha que va a alejarlo de la industria, así como la conversación que tiene con él a continuación. Stahr le explica que le ha dado su guion a otros dos profesionales más porque él ha deformado a la chica de la película y, al hacerlo, ha deformado la historia. Le recrimina que ha transformado a un personaje femenino positivo en una puta (5). Además, dice que la ha transformado en una puta por convertirla en un personaje melancólico y por darle una vida secreta. A la pregunta del guionista sobre cómo quiere a la chica, Stahr responde: “perfecta”. Esto contrasta con el personaje de Kathleen que, a pesar de su parecido con la difunta mujer de Stahr y de su aparente pasividad (recordemos su último encuentro en la casa de la playa, en que Stahr dirige sus movimientos como si fuera una muñeca), marca el curso de su relación con el protagonista hasta el final.

Los personajes masculinos de Kazan necesitan sexo, pero también necesitan amor. Un ejemplo emblemático es el protagonista de Esplendor en la hierba, Bud. La moral decimonónica de la película se impone entre él y su pareja, Deanie. Los adolescentes se separan y Deanie, incapaz de enfrentar su dolor, es internada dos años en un sanatorio. Por su parte, Bud, que también sufre por la ruptura, acaba casándose con una mujer muy similar a Deanie. Cuando la protagonista sale del hospital y visita a Bud, conoce a su mujer y se enfrenta a su propio fantasma. Savannah Lee considera que, cuando Deanie abraza al hijo de Bud, su pérdida se hace evidente. Ella podía haber formado parte de su vida. Deanie coge al bebé de su amado y lo abraza; entonces, solo los espectadores somos conscientes de esa pérdida total. Ella no exterioriza sus emociones, pero nosotros sabemos lo que está sintiendo gracias a su expresión. En ese momento, somos los únicos testigos de su agonía. El espectador se convierte en un participante activo en la escena. Ya sea interior o exteriormente, el espectador llora, pero Deanie, no. Se ha distanciado lo suficiente de la situación como para no dejarse destruir de nuevo por ella. Sacará fuerzas de lo que le queda, según el poema que da título a la película. Ella es la única figura en la película que opera esa transformación; una transformación de una enorme intimidad y subjetividad.

En opinión de Savannah Lee (6), esta también es una transición muy americana: llegar a un lugar de completa -psicológica, en este caso- autorrealización. Deanie cuenta con una gran ayuda para realizar ese viaje, pero también la tienen todos los héroes, y la prueba final, volver a ver a Bud sin desmoronarse, corre de su cuenta. Según Savannah Lee, Kazan veía a sus personajes femeninos como algo más que “la chica” de la película. Para la estudiosa, el director las vio como algo más que un dilema pasivo del que un personaje masculino debía rescatarlas. Las dejó luchar y luchar y triunfar y fracasar. Hizo que importaran. Sus historias están ahí, esperando a ser rescatadas de la niebla de negligencia y añoranza.

El análisis que hace Savannah Lee de las sensaciones de Deane al final de Esplendor en la hierba son extrapolables a las últimas escenas de El último magnate. Los espectadores tenemos la misma sensación cuando tiene lugar el montaje posterior a la ruptura amorosa. Después de que Kathleen le haya abandonado, Stahr acude a una reunión con los miembros de la junta. Allí, es despedido tanto por sus últimas y arriesgadas decisiones, como por su discusión con el representante del sindicato de guionistas. Al salir de la reunión, entra en su despacho y rememora una de las primeras frases que le dijo Kathleen: “Lo siento. No puedo invitarlo a pasar”, inmediatamente acompañado por el sonido extradiegético del mar, el mismo que oían cuando iban juntos a la casa de la playa (Una casa inacabada susceptible de tener múltiples significados pero que, sin duda, apunta a la imposibilidad de construir y mantener algo que el personaje de Stahr desee de verdad). El siguiente flashback auditivo recupera una frase del diálogo que tiene con el joven guionista del principio: “¿Cómo quiere a la chica?”, a lo que sigue la frase de Kathleen: “Quiero una vida tranquila”. Y, de nuevo, el sonido de las olas. Un nuevo flashback auditivo en el que se oye la voz del médico preguntando: “¿Algún dolor?” Tras lo cual, Stahr rompe la cuarta pared y se dirige a nosotros. Nos habla y reproduce el mismo relato que usó en una de las conversaciones que tuvo con un escritor al que le había encargado una adaptación cinematográfica que no sabía cómo acometer. El productor se había esforzado en enseñar al escritor cómo se llevan las escenas escritas a la representación cinematográfica a través de la recreación de una escena de ficción improvisada e interpretada con gestos de mímica por Stahr. Al dar comienzo su relato, pasamos por corte a la casa de Kathleen. Oímos la voz en off de Stahr relatando la misma escena que le describió al escritor. La cuestión es que ahora, a partir de un montaje alternado, la vemos a ella en su casa, haciendo los mismos gestos que la supuesta chica del juego de mímica de Stahr. Así, Kathleen entra en casa, vacía su bolso y quema la carta de su ex amante. El montaje genera la falsa sensación de que Kathleen está siendo dirigida por el productor. En un momento dado, aparece su marido. Ella va vestida de blanco, lo besa con afecto. Un nuevo flashback auditivo del escritor, que dice: “¿qué pasa ahora?” Pasamos por corte a Stahr, que mira a cámara desde su despacho y responde: “No lo sé. Solo estaba haciendo películas”. Volvemos una vez más a Kathleen, que está abrazada a su marido. En ese momento, la película recupera la consigna pronunciada al principio de la película por Stahr: “Stay on her”. Efectivamente, nos quedamos con ella. Vemos a Kathleen en primer plano, todavía con su marido, mirándonos, haciéndonos partícipes de su dolor.

Si volvemos a los últimos momentos de Esplendor en la hierba, recordaremos que Deanie va vestida de blanco en representación de la pureza. Cuando se encuentran los tres, están enfocados desde un pasillo de la casa y reencuadrados por el marco de la puerta, dándonos una sensación claustrofóbica. Aunque nos quedamos con ella y con los versos del poema, hemos visto cómo Bud mira a su mujer, comprende su dolor y la besa. Deanie, al ser preguntada por su amiga si sigue enamorada de él, rememora los versos de Wordsworth. En ese momento, empieza un montaje alternado. Mientras su voz en off entona los versos, vemos a Bud entrar en casa con su mujer mientras mira al horizonte con dolor y resignación. Puede decirse que la expresión de Kathleen en El último magnate, su dolor y su pragmatismo, son análogos a los de Bud.

El mecanismo que permite a Deanie salvarse en Esplendor en la hierba, el recuerdo de los versos del poema, aparece aquí reproducido en forma de flashbacks auditivos y en una nueva reformulación de una escena que ya ha tenido lugar en la película y que aquí resulta reescrita para que Kathleen ocupe el lugar de la chica en el relato. Esa vuelta a un pasado reconstruido no funciona con el personaje de Monroe Stahr. Lo único que hace es subrayar su caída. No estamos en la época del clásico, estamos ante la decadencia del Nuevo Hollywood, en el alumbramiento de unas lógicas de producción cercanas al auge del neoliberalismo. Un escenario en el que el capitalismo y los afectos son incompatibles. 

Después de ver por última vez a Kathleen, tenemos de nuevo a Stahr en pantalla con un aspecto enfermizo, bajo la luz tenue de su despacho, que tiene las cortinas echadas. Oímos de nuevo la voz en off del productor: “No quiero perderte”. Esta vez no se refiere a Kathleen, sino al cine mismo. Se asoma por la ventana y ve cómo los miembros de la junta se marchan. Aparece una imponente imagen de los estudios vacíos por los que él empieza a deambular, mientras oímos de nuevo su voz retumbando en el espacio: “no quiero perderte”. Al final, entra en uno de los estudios vacíos y es devorado por la misma oscuridad en la que Kazan se esfumaría para siempre. Ese fue el último plano que rodó en su vida. La puesta en escena da fe de que el único amor verdadero de Stahr-Kazan fue el cine. Su amor incondicional estuvo siempre depositado allí. 

Mireia Iniesta

  1. Rossi, A (1977), Peter Bogdanovich. Milán: Il Castoro Cinema, p. 51. 
  2. En From Reverence to Rape: The Treatment of Women in the Movies, Molly Haskell examina cómo el Nuevo Hollywood perpetuó, aunque con un enfoque más “realista”, los clichés sexistas de las décadas anteriores. Destacó que las películas de este período solían centrarse en la libertad y la exploración masculina, mientras que las mujeres seguían siendo personajes funcionales para los arcos narrativos de los hombres. Las historias a menudo giraban en torno a personajes masculinos que lidiaban con crisis existenciales, mientras que las mujeres quedaban relegadas a roles secundarios o estereotipados (como musas, amantes o esposas). Aunque el período desafiaba las normas del sistema clásico de estudios, esto no se tradujo en un cambio significativo para las mujeres en la industria o en las narrativas, salvo por unas pocas excepciones. Una reflexión que amplió, incluyendo la renegociación de los roles de género en When the Movies Mattered: The New Hollywood Revisited
  3.  Illouz E, (2011), L’amor, la raó, la ironia, Barcelona: Breus CCCB. 51, p.10
  4. Citada en Modleski, T (20121), Las mujeres que sabían demasiado, Madrid: El mono libre, p. 123-124
  5. El comentario del productor está en consonancia con la clasificación binaria que hacía Hollywood de las mujeres, según Claude Lévi-Strauss: intercambiables y consumibles. 
  6.  Lee, S, The other side of the story: Elia Kazan as Director of Female Pain, Dombrowski, Lisa,  Kazan Revisited, Middletown Connecticut: Wesleyan University Press, p. 116