Tras ser estrenada por primera vez en el festival de Cannes, She is Conan de Bertrand Mandico llega a España en la última edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Inspirada en Lola Montes de Max Ophüls, la película de Mandico ahonda en la biografía del personaje de Conan. Rainer, un sabueso del inframundo, relata las seis vidas de Conan, perpetuamente condenado a muerte por su propio futuro, a través de diferentes épocas y mitos, desde la era sumeria hasta un futuro cercano. La película se cimenta sobre la recreación constante de la barbarie de la leyenda de Conan. Estamos ante una epopeya en femenino de un siglo de duración en la que se exploran la inevitabilidad del arrepentimiento y la violencia inherente al amor.
En Lola Montes, Ophüls construye un relato alejado del tiempo y del espacio que se caracteriza por la recreación de una atmósfera onírica e irreal. Subrayan esta estrategia el movimiento constante de elementos de un decorado barroco los juegos de luces y los cambios del color; la yuxtaposición de travellings y flashbacks. En el caso de She is Conan, rodada en blanco y negro y en 35 mm, con salpicaduras de enfático technicolor y con una sobreabundancia de maquillaje, Mandico no hace más que filmar variaciones sobre el mismo tema: la fusión de eros y thanatos. A saber, las diferentes muertes de Conan en un relato segmentado y episódico. Un impulso de repetición que nos lleva inevitablemente a la pulsión de muerte y que por momentos se apoya en los flashbacks -recreados por Rainer- para volver sobre episodios de la vida de Conan. Solo los personajes de Rainer y la bárbara Sanja (Julia Riedler) son siempre las mismas actrices. Sin embargo, hay un amplio elenco de intérpretes que encarnan a Conan de forma rotativa y que envejecen y se transforman en personas totalmente nuevas.
Mandico reconoce su filiación con el melodrama, el surrealismo el onirismo de Luis Buñuel y la influencia de Jean Cocteau, Pier Paolo Pasolini, Terayama Shūji o Rainer W. Fassbinder. El director francés fusiona a la perfección el cine de estética y formas experimentales con los motivos y contenidos del cine clásico, sin olvidar el pastiche posmoderno. En sintonía con su película anterior, After Blue, con un reparto femenino y una voluntad no solo feminsta sino también queer, según manifiesta el propio director. El film concede a sus personajes femeninos la potestad de ejercer el derecho al mal.
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Esa sensación de eterno retorno nietzscheano, esa evocación de las vivencias del personaje de Zaratustra tiene lugar también en Luka,de Jessica Woodworth. Luka es un joven soldado, concretamente un francotirador, que acaba en una remota fortaleza entre hombres cuyas vidas se limitan a la espera constante de un enemigo de naturaleza mitológica. Se trata de una nueva adaptación de la novela de Dino Buzzati El desierto de los tártaros. El hecho de que sea una adaptación acerca también la película de Woodworth a Lola Montes; pero Luka está ambientada en un decorado mucho más estático, la fortaleza de un ejército de un país sin nombre cuyo objetivo es detener las incursiones de un enemigo invisible. Los interiores son cavernosos y claustrofóbicos, y el fuerte está ocupado por una tropa de jóvenes soldados dirigidos por militares que son poco menos que cadáveres y que se alimentan de la paranoia. Entre ellos destaca “el general” Geraldine Chaplin, cuya interpretación descansa más que nunca en su escuálida figura, embalsamada en una rigidez inédita. Todos responden ante la despiadada general y su consejo; pero, ante todo, se sienten intimidados ante su severa mirada.
Estamos ante una variación de la obra de Buzzati rodada en 16mm y en un blanco y negro, y mucho más fiel al texto original, según su directora, que la adaptación de Valerio Zurlini. Woodworth crea un mundo ficticio, distópico, cerrado sobre sí mismo y muy alejado de la realidad conocida o con cualquier universo exterior visible. Con ecos de Franz Kafka y Jorge Luis Borges, este drama recuerda al estilo proto-steampunk del debut de Luc Besson en 1983, La última batalla. Estos ecos se reflejan tanto en las localizaciones como en el reparto, en el que los intérpretes se convierten en estatuas humanas, como demuestran el propio actor protagonista, Jonas Smulders, como el recluta Luka. Todo ello contribuye a construir un no-lugar aislado y de geografía incierta. Los oscuros pasillos de la fortaleza contrastan con el mundo exterior, reflejando la estrechez de miras de quienes están al mando frente a la visión abierta de Luka y el resto de soldados. El cuerpo adquiere una importancia capital: estamos ante cuerpos atrapados y los ejercicios de grupo son rituales homoeróticos que recuerdan a Beau Travail,de Claire Denis, creando una extraña y tierna camaradería en la que se confía para mantener el statu quo. Los cuerpos rígidos y excesivamente iluminados de los actores viven anclados en un pedazo de tierra y en una espiral infinita.Y tanto la puesta en escena como la narración resultan a ojos del espectador más bien circulares.
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La última película de Jessica Hausner, Club Zero, entronca con Luka, en tanto que estamos ante un grupo humano que se conduce como una secta, cuyo cuerpo es un rehén de su líder. El escenario es Dorset, un exclusivo instituto privado para adolescentes de familias adineradas, muchos de los cuales son expatriados. Dorset ha contratado recientemente a una nueva y carismática profesora llamada Novak (Mia Wasikowska) que comercializa su propia marca de té saludable y dirige un curso de alimentación consciente; se trata de un estudio sobre la atención plena, la meditación y el pensamiento enfocado a reducir el derroche y el daño que nos causan los alimentos procesados. Los alumnos pueden obtener créditos siguiendo la que parece ser una disciplina poco exigente; un chico podría incluso optar a una beca gratuita el año siguiente. La pasión evangélica de Novak por el tema hechiza a los cinco alumnos de su clase. Y la profesora les dice entonces que van a ser los pocos privilegiados secretos que formarán el núcleo de su revolucionario Club Cero, jóvenes que sobrevivirán sin comer nada en absoluto, convirtiéndose en una secta famélica. Lo que empieza como un experimento de “alimentación consciente” -un falso método de alimentación que exige que la persona que come considere detenidamente cada bocado- deriva en medidas más drásticas que fomentan los trastornos alimentarios y finalmente la inanición.
Cuando la señorita Novak se conduce con una mentalidad de culto, sus alumnos, ya de por sí vulnerables, no tardan en dejarse adoctrinar. Lo que estamos viendo en Club Zero es la formación de una secta. Y lo que hace Hausner es reflejar la mentalidad de culto en todas sus capas entrelazadas de obsesión, inseguridad, conformidad y fe. Los niños se están reemplazando con una nueva versión de sí mismos. La sistemática muerte de Conan en el film de Mandico también generaba constantemente una nueva versión del personaje. En la película de Hausner, eso se sustituye por un deterioro consciente de los personajes, un impulso de repetición que radica en la imposición de no comer o deglutir el propio vómito; y eso lleva a la pulsión de muerte, a la desaparición. Mucho más sobria en su puesta que las She is Conan y Luka, Club Zero se esfuerza por trazar un círculo que empieza con la desnutrición física y moral de los hijos y acaba con la de sus padres. ¿Será que el fantástico, o todo el cine en su conjunto, se manifiesta en una variación infinita de sí mismo, que se devora a sí mismo en una especie de condena prometeica?
Mireia Iniesta