El 15 de noviembre de 1924 es una fecha particular en la historia negra de Hollywood. El Oneida, lujoso yate propiedad de William Randolph Hearst, zarpó con aires de fiesta repleto de estrellas, directores, agentes, actrices de segunda fila, periodistas, músicos y gente dispuesta a pasárselo bien para celebrar en alta mar el cumpleaños de Thomas Harper Ince. Aunque Francis Scott Fitzgerald no estaba invitado, el ambiente a bordo era el que el escritor describiría en algunas de sus novelas; los tiempos del jazz, el charlestón y el champán, de los hombres y mujeres hermosas y malditos. Marion Davies, amante de Hearst, tenía relaciones con Charles Chaplin. Por error, convencido de que disparaba contra el director de City Lights (1931), el celoso magnate reconvertido después en Charles Foster Kane en la ficción wellesiana disparó contra otro cineasta ilustre, Ince, el hombre que no inventó el western, pero quien le dio entidad. El poder lo tapa todo. Nunca hubo juicio por homicidio voluntario o involuntario, algunos de los participantes en el wild party flotante consiguieron lucrativas condiciones laborales a cambio de su silencio (la columnista Louella Parsons), Hearst y Davies siguieron viviendo juntos y Chaplin filmó poco después a un hombre comiéndose sus propios zapatos en plena fiebre o quimera del oro.
Nadie sale bien parado en The Cat’s Meow (2001), la ficción retro-true crime que realizó Peter Bogdanovich sobre estos acontecimientos. Según la película, Hearst era tan prepotente como ya sabíamos. Davies coqueteó en público y en privado con Chaplin hasta hacer saltar la chispa que convirtió a Hearst en un moderno Otelo. El hombre que inventó a Charlot carece de escrúpulos y de respeto a lo largo del relato. Pese a ser una víctima inocente, Ince intentó rentabilizar lo que sabía sobre Davies y Chaplin para sellar un acuerdo económico con Hearst y reflotar su compañía en quiebra. Una feria de las vanidades, saldada con un crimen insensato, que Bogdanovich afronta con menos indulgencia de la esperada en alguien que respetaba, comprendía y amaba tanto a los clásicos del viejo Hollywood y sus historias elucubradas entre la leyenda y la realidad.
Raoul Walsh no aparece en el filme. Tampoco nadie se refiere a él en ningún momento. Entonces, en 1924, el director triunfaba con una gran producción que definía el esplendor de la industria hollywoodiense y la sofisticación del lenguaje del cine mudo, The Thief of Bagdad (1924), producida, escrita e interpretada por Douglas Fairbanks. Pero sin hablarse de él, Bogdanovich digamos que lo tiene en cuenta. Porque en un par de escenas de The Cat’s Meow la conversación gira en torno al potencial que Davies tenía para la comedia. Hasta entonces había alternado los géneros cómico y dramático en títulos como The Patsy (1928) y Show People (1928), ambos de King Vidor, Marianne (Robert Z. McLeod, 1929) y Peg o’My Heart (Sam Wood, 1933). Hearst no quería que hiciera comedias. Ese talento agazapado para el vodevil y la screwball comedy, que Kirsten Dunst explora muy bien en su interpretación de la actriz en el filme de Bogdanovich, no pudo cristalizar realmente hasta una década después del aciago viaje del Oneida. Fue en Going Hollywood (1933), una comedia musical coprotagonizada con Bing Crosby que dirigió, precisamente, un Walsh que tampoco sería un cineasta afín a la comedia (como género) pese al notable sentido del humor que tenía.
Going Hollywood representa otros códigos del cine estadounidense. La efervescencia (mal encauzada) del sonido, el género musical, la belleza platinada de Davies –como se refiere a ella un personaje en The Cat’s Meow–, el romance relamido que procuraba un actor de las características de Crosby. Bogdanovich captura en su película el inicio del fin de una época. No en vano se abre poco después de los acontecimientos narrados y, en una excelente idea visual, encadena el ataúd en el que yace Ince con el yate a punto de zarpar unos días antes, cuando el director de Civilization (1915) estaba vivo y corría el champán. “Si paramos (de bailar) no nos quedaría nada”, comenta Elynor Glyn, la novelista y guionista que creó el moderno concepto de “It” popularizado por actrices como Clara Bow; Glyn está imbuida de la autoridad que le otorga Bogdanovich como narradora en retrospectiva de la historia.
No sería Going Hollywood el filme más representativo de Walsh, de quien recordamos antes –quizá eso sea otro lugar común– su libertad y talento para encuadrar los espacios abiertos del western, los claroscuros del cine negro, la tensión en las trincheras del cine bélico o las velas hinchadas en alta mar del cine de aventuras, aunque Walsh, aún hoy, sigue siendo un verdadero misterio en la encrucijada ya dilapidada de lo que durante tantos años consideramos el cine de los pioneros y el de los clásicos. Tampoco The Cat’s Meow es el mejor Bogdanovich posible, pero eso, ahora, no importa demasiado. Sabiendo del aprecio que el director de They All Laughed (1981) profesaba al de Gentleman Jim (1941), ¿por qué en su obra abundan las citas explícitas y los homenajes, cuando no los remakes encubiertos o variaciones, a partir de películas de Howard Hawks, Preston Sturges, John Ford o Ernst Lubitsch, y ni rastro (visible o disimulado) de Walsh?
Quizás un exceso de respeto. O la imposibilidad de asimilar el estilo walshiano como sí que intentó remodelar el hawksiano, una evidencia en What’s Up Doc? (1972), screwball a contratiempo que pese a su título de cartoon se basa al milímetro en Bringing Up Baby (1938). Construir toda una película como She’s Funny That Way (2014) a partir de una frase de Cluny Brown (1946), de Lubitsch, restituir el tempo de la comedia en plena Gran Depresión de Sullivan’s Travels (1941) de Preston Sturges en su Paper Moon (1973) o poner a Hawks como referente del fin de una época (social, del cine estadounidense y de las salas de exhibición) en The Last Picture Show (1971), le resultaba relativamente sencillo a Bogdanovich. Walsh es otro cantar, más complejo pese a la sencillez líquida que procuran la mayoría de sus películas, aunque vean A Lion is in the Streets (1953) o Band of Angels (1957) y tendrán dudas sobre esa transparencia en la complejidad.
Walsh le sirvió a Bogdanovich para otras cosas. En las entrevistas que le hizo entre finales de los sesenta y 1971, la última en un rancho, bajo un naranjal, Walsh le contó muchas anécdotas de los tiempos silentes, de la época de formación del cine y de los cineastas. De ahí surgió Nickelodeon (1976), la visión distendida de los inicios del cinematógrafo en Estados Unidos, cuando el cine no era un arte sino una guerra de patentes. Walsh está por partida doble en esta película. Él y Allan Dwan reciben agradecimientos especiales en los créditos porque fueron quienes le suministraron a Bogdanovich el anecdotario de base para el argumento, y además el relato culmina en The Birth Of A Nation (1915), la cinta de Griffith en la que Walsh interpretó al asesino del presidente Lincoln.
Bogdanovich siguió marcando distancias con Walsh. El personaje que encarna Ryan O’Neal, un abogado transformado en realizador independiente de cintas de dos bobinas, es una mezcla de Harold Lloyd y Cary Grant con gestualidad de Chaplin. Hay autocitas sobre las citas: O’Neal, con canotier y gafas con montura de carey a lo Lloyd, parece una reedición del ingenuo O’Neal de What’s Up, Doc?, de la que retoma un gag, el de la manga arrancada de la chaqueta, que ya era un homenaje a la escena idéntica de La fiera de mi niña. El protagonista termina dirigiendo su primer filme porque el realizador previsto, borracho, se ha ausentado, situación idéntica a la que explicaba John Ford para su iniciación tras la cámara con The Tornado (1917). No falta una secuencia de pelea con tartas de nata. No es difícil detectar aquellas anécdotas jocosas que le contaron Dwan o Walsh, como posiblemente la broma que le gastan a todos los nuevos directores los miembros del equipo de rodaje: al inexperto realizador le muerde una serpiente –a la que le han extraído previamente las glándulas venenosas– y se le emborracha haciéndole beber un aparente elixir que tiene la virtud de impedir que el veneno del reptil llegue al corazón. Nickleodeon no es un buen filme. Está edificado a trompicones. Bogdanovich se quejaba de las concesiones comerciales que tuvo que hacer, pero casi nada funciona en el trazo de personajes y de situaciones. Es como si el director sintiera que no estaba a la altura de las maravillosas historias que le habían contado. Eso le honró.
Cuando Bogdanovich hacía estos filmes –The Last Picture Show, What’s Up, Doc?, Paper Moon, At Long Last Love (1975), Nickleodeon–, el cíclope Walsh no había alcanzado la estatura fílmica que hoy tiene. Pero sí Griffith. Y el director de Broken Blossoms (1919) se encuentra en el centro neurálgico del relato y, por extensión, en buena parte de la obra de Bogdanovich como una sombra que nunca acaba de desvanecerse. Nickleodeon concluye con la proyección de The Birth of a Nation. O’Neal y sus compañeros están extasiados. Vítores y aplausos. Griffith sale al escenario para saludar. Bogdanovich lo encuadra en respetuoso y lejano plano general. “La mejor película que alguien puede hacer ya se ha hecho”, asegura O’Neal. Habla por boca de Bogdanovich. Lo tenía asumido, de ahí su cine de la mímesis.
Volvamos a Marion Davies, y a Walsh, y a Davies y Walsh, y de paso a Dwan. En el libro de entrevistas que Bogdanovich dedicó a este último, The Last Pioneer (1971), hablan sobre la actriz a propósito de The Dark Star (1919), debut cinematográfico de Davies: “Marion era divertidísima. Tartamudeaba, a veces le costaba hablar, pero lo superaba. Como actriz solo puedo decir que era muy guapa, pero tampoco tenía nada de especial. Nadie intentó convertirla en una gran actriz y tenía mucho sentido del humor”. La descripción de Dwan, en los tiempos silentes, se ciñe a lo que se muestra de ella en The Cat’s Meow. Pero los micrófonos rugieron a partir de 1929 y fue Walsh quien le dio la auténtica alternativa en Going Hollywood. Hay un sugerido coqueteo entre ellos cuando Walsh describe sus relaciones profesionales en sus memorias. En Each Man in His Time (1974) –La vida de un hombre. La época dorada de Hollywood en la versión española de 1982– se incluye una foto de Davies vestida de militar con la dedicatoria que le hizo al director, “A Rollicking Rockaway Raoul”, un juego de palabras que solo ellos conocían y que hace referencia a una playa de Nueva York llamada Rockaway. Una larga historia que podríamos sintetizar con estas palabras de Davies vertidas por Walsh en su autobiografía: “Durante el rodaje pensaré en ti como Mr. Walsh, pero en cualquier otra parte serás Rockaway”. “Su apodo quedó y fue la única persona que lo utilizó”, añade el cineasta. Me habría gustado que Walsh estuviera presente de algún modo en The Cat’s Meow, y aunque este encuentro relatado se produjo en 1933, mientras preparaban Going Hollywood, la ficción es una pura licencia y Bogdanovich habría saldado (mejor) lo mucho que le debía al director de Colorado Territory (1949). “Me gustaba esas cosas tan incisivas que hacía Walsh”, le comentó Dwan a Bogdanovich. Walsh consideraba a Dwan un director de primera. El respeto mutuo circulaba libremente en aquel Hollywood. Bogdanovich se quedó en el anecdotario walshiano para su filme sobre los tiempos de las salas de cine de un níquel, incapaz, en su cinefilia reverencial, de adentrarse en la mecánica de sus gestos y acciones.
Fritz Lang nunca trabajó con Davies. No me imagino al director vienés lidiando con Hearst. Pero algo le acercaría a Walsh, más allá del parche en un ojo, de esa visión escindida cuando miraban a través del visor de la cámara. Lang decía, aunque Walsh lo negaba, que Fairbanks compró los derechos para Estados Unidos de Der müde Tod (1921) y utilizó buena parte de sus efectos visuales en The Thief from Bagdad. Bogdanovich les entrevistó a los dos. Y solo entrevistaba a los cineastas que le gustaban, a aquellos de los que aprendió cosas en esa formación híbrida que tuvo como espectador-cinéfilo, organizador de retrospectivas que le permitieran ver las películas que le faltaban de los autores amados (así hizo la de Hawks en el MOMA) y “chico para todo” en la factoría de Roger Corman. De la urgencia presupuestaria nacería su debut como director, Targets (1968), la única película de Bogdanovnich de la que podemos decir que es languiana.
Odio, asesinato, venganza. La lucha contra el destino. “La Venganza es una fruta amarga y maligna y la Muerte cuelga a su lado en el arbusto. Estos hombres que vivieron según el código del odio no tienen nada ahora por lo que vivir”.
La primera frase es la que encabeza el capítulo inicial de Fritz Lang en América, el libro de entrevistas de Bogdanovich publicado originalmente en 1967. La segunda aparece destacada en el análisis preliminar que Bogdanovich realiza sobre los temas y estilo de Lang. La tercera, citada en el texto, corresponde a la letra de la canción de Rancho Notorious (1952), el último, y más abstracto, de los tres westerns que rodó Lang.
Las tres conectan con Targets, otra película en abismo y en abstracción, por mucho que fuera rodada y montada al ritmo impuesto por Corman, y no solo en cuanto a días de filmación y presupuesto, sino a la necesidad de “colocar” en la trama a Boris Karloff porque al veterano actor le quedaban pocos días para que finalizara su contrato chez Corman y había que exprimirlo hasta el final, según la filosofía estajanovista del productor. La escuela de aprendizaje que tuvo Bogdanovich en los dominios cormanianos no es tan distinta a la que vivió Walsh en el pre-Hollywood de los años 10 del siglo XX o Lang en sus primeros guiones y seriales en la Alemania de entreguerras.
Odio, asesinato, pero sin venganza. Eso le falta para ser un personaje totalmente de Lang al ex combatiente de Vietnam que mata a su familia y después se dedica a disparar contra transeúntes desde los tejados. Bogdanovich lo refuerza en algunos actos: el tipo apunta al instructor en el campo de tiro, pone el dedo en el gatillo y se demuestra a sí mismo que podría dispararle, sensación que experimenta Walter Pidgeon en la secuencia inicial de Man Hunt (1941), aunque allí la víctima pudo ser Adolf Hitler. Incluso en la otra parte de la película, la que atañe al veterano actor de cine de terror, y que Bogdanovich cose admirablemente en los pasajes últimos del filme, en el tiroteo en el drive in, hay un rastro languiano en la presencia del propio Bogdanovich dando vida al guionista, una suerte de acto reflejo con el mismo Lang interpretándose a sí mismo en Le Mépris (1963), que Jean-Luc Godard realizó solo cinco años antes.
Si toda la obra del director alemán es una reflexión sobre la violencia (odio, asesinato, venganza, del ciclo de los nibelungos y las intrigas de Mabuse a las luchas genocidas en el lejano Oeste o la corrupción social en las grandes ciudades de la época macarthista), Targets concluye reflejando esa misma violencia en otra época convulsa, finales de los sesenta, a través del francotirador y del personaje de Karloff, cuya crisis de identidad en el crepúsculo de su carrera se debe a que la violencia real supera a la ficticia de sus películas baratas de horror gótico: Targets empieza con las últimas secuencia de The Terror (1963), una película de Corman protagonizada por Karloff, y el personaje de Karloff en el filme de Bogdanovich se llama Orlock, casi igual que el Orlok en el que F. W. Murnau convirtió al conde Drácula en su Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (1922), que es una película más o menos expresionista como también lo fueron algunas de Lang. Nunca más volvió a alcanzar Bogdanovich esta síntesis entre un discurso “social” y sus necesidades/deudas de cinefilia de una ya muy antigua, aunque válida, generación. El uso dramático del drive in, con Kaloff a ambos lados de la pantalla plateada, me recuerda también la manera en que Lang utilizó el noticiario cinematográfico o la televisión como documento de la realidad en Fury (1936), While the City Sleeps (1956) y Beyond A Reasonable Doubt (1956).
Otra frase del análisis de Bogdanovich sobre Lang: “Tiene poco interés por cualquier cosa que se acerque a la normalidad; de hecho, niega su existencia”. Y una de su introducción a la entrevista con Walsh: “Algunos críticos afirmaron que solo Walsh era capaz de hacer aceptable una escena en la que James Cagney, en su papel de gánster perturbado, se sienta en las rodillas de su madre, como hizo el actor en White Heat (1948), seguramente, todavía [el texto es de 1997], la película policíaca más subversiva e inquietante de la historia”.
Bogdanovich, representante de la “normalidad” en el Nuevo Hollywood –al menos si comparamos su obra de los sesenta-setenta con la de Monte Hellman, Martin Scorsese, Brian De Palma, Robert Altman, Paul Schrader, John Milius, Dennis Hopper o Hal Ashby– se acercó de puntillas a Lang y le dio esquinazo a Walsh, cineastas que, con métodos distintos, rechazaron toda noción de normalidad en un contexto mucho más complejo como el del cine considerado clásico.
Quim Casas