Creamos el cine para reconocernos en él. Creamos la imagen mecánica para que la pantalla nos asomase a un fragmento de realidad pura, la nuestra, a la que no podíamos acceder de otra forma. Dimos cuerpo al cine dotándolo de una tecnología que interpretaba y afinaba su propio deseo de lo real. Pero el cine, su idea, ya estaba ahí –diría André Bazin– esperándonos. Los avances de la técnica solo podían acercarnos inexorablemente a él. Sin embargo, hoy, la información ha desbancado a la máquina y, después del advenimiento del digital, el mayor giro, en este sentido, no se ha producido de la mano del perfeccionamiento mecánico, sino de la –ya muy manida– “viralización” del VOD. La distribución, a priori, es un ámbito que no corresponde a la jurisdicción baziniana, articulada en términos de estética, pero el cambio resulta demasiado relevante para no considerar sus efectos en una necesaria actualización de lo que entendemos por realismo. Lo formularemos así: como ya pasó con el sonoro o el color, ¿puede Netflix acercarnos a la idea de cine?
Partimos aquí de una pérdida ontológica: la compresión elimina la información “inútil” de la imagen al recibirla a través de la red. Que esta merma tenga una repercusión visible, estética, depende, en todo caso, de una lógica inversa: cuanto mayor sea mi inversión económica (por ejemplo, en wifi), menor será la prueba de que lo que recibo no es más que una versión empobrecida de un original inefable. En ocasiones, el azar provocará que la conexión a internet mengüe y me revele las entrañas de la imagen decodificándose: pura masa de píxeles luchando por ser interpretados. No es este un alegato contra la entropía de la información digital, sino una simple constatación de que la superficie estética de la película ha cambiado de “manos” –de la producción al acceso– y, con ello, ha anulado la vigencia del pensamiento que veníamos asociando a sus formas. Cabría preguntarse, por ejemplo, qué papel desempeña el autor ante la implacable inteligencia artificial de Netflix.
Sería fácil atribuirme una falsa comparativa entre la búsqueda de una identidad ontológica ulterior, esa “actitud mental” que constituye el “realismo” en el sistema baziniano, y una simple cuestión de nitidez. No sería así, no si tuviera palabras más atinadas para indexar los efectos estéticos que gobiernan la “tierra de nadie” que queda entre la imagen y su doble, su respectivo signo. No es, la mía, una cuestión de romanticismo: es puro agotamiento semántico en el territorio inconquistado que se extiende entre los polos del realismo fotográfico y del glitch. Habrá que buscar más allá de Bazin para poder volver, con lenguaje renovado, a afrontar la naturaleza del reconocimiento en el cine digital y, con él, replantear nuestra relación con esa imagen secuestrada por los gigantes del VOD. Quizás incluso para cuestionarnos si no sería posible, estando ya instalados en la sociedad de la información, que supiéramos ver algo de esa realidad esquiva en lo informe del píxel mismo.
Mariona Borrull