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Kazan y The Visitors en el nuevo mapa del cine norteamericano

Kazan y The Visitors en el nuevo mapa del cine norteamericano

Elia Kazan rueda The Visitors en 1972, el mismo año en el que un representante de la independencia dentro de Hollywood, Francis Ford Coppola, dirige una gran producción de Paramount, The Godfather. ¿Qué está pasando en el cine estadounidense de los primeros setenta, en el que conviven algunos de los denominados clásicos en el ocaso de sus carreras (Hawks, Hathaway, Cukor), los representantes de la generación de la televisión (Penn, Lumet, Frankenheimer), varios de los que fueron encuadrados en la generación de la violencia (Fleischer, Brooks, Siegel, Aldrich), los que realizaron los filmes fundacionales del Nuevo Hollywood (el mismo Penn, Mike Nichols, Schlesinger) y la generación de Coppola, Scorsese, De Palma y compañía? ¿Acaso un apocalíptico (Coppola) está integrándose y un integrado (Kazan) se vuelve apocalíptico? 

El mapa de esos años del cine estadounidense es ciertamente rugoso, lleno de elevaciones rocosas antes que de planicies, y por ello mismo, muy atractivo, ya que entran en colisión muchos intereses y representantes de estilos distintos, cuando no opuestos, concilian intereses y acercan posturas. Directores anteriores a Kazan o coetáneos están de despedida. Howard Hawks dice adiós con un western profundamente desencantado antes que melancólico, Rio Lobo (1970). George Cukor rueda una pieza que no encaja en ningún engranaje del momento, Travels with my Aunt (1972), lo mismo que Vincente Minnelli con On a Clear Day You Can See Forever (1970). Stanley Donen ha olvidado el viejo glamur del musical y, tras la escéptica Starcaise (1969), sobre la desintegración de una pareja masculina que se aguanta pero apenas se acepta, se obsesiona con la anacrónica The Little Prince (1974) en la misión imposible de adaptar el cuento de Saint Exupéry en formato musical. John Huston inicia de repente su transformación independiente hablando de lo que siempre le interesó más, los perdedores, con Fat City (1972). Y no hablemos de King Vidor, el gran pionero, el cineasta de la tierra, el hierro y el trigo, que en 1964 le había dado la espalda al viejo Hollywood antes que nadie dirigiendo Truth and Illusion: An Introduction to Metaphysics, para después dejar la práctica del cine y volver en 1980 con The Metaphor, un cortometraje en el que, relacionándose con el pintor regionalista Andrew Wieth, Vidor se adelanta en más de tres décadas al cine de las correspondencias de Kiarostami y Erice.

Los representantes de la generación de la violencia han comenzado por estas fechas sus diásporas particulares, aunque algunos las ejercen aún dentro de la propia industria. No es el caso del más beligerante, Sam Fuller, que se va a Alemania para rodar la dislocada Dead Pigeon on the Beethovenstreet (1973), ni mucho menos el de Nicholas Ray, el cineasta bienamado, que ha roto toda relación con Hollywood, tras años de debacles y suturas románticas, y en el tiempo en el que Kazan realiza The Visitors ofrece una lección de coherente radicalidad concibiendo con sus alumnos de cine We Can’t Go Home Again (1973), revisión de las raíces de su propia obra de forma nada académica pese a que nazca como una práctica para futuros directores. Sí que continúan trabajando para los estudios el Richard Fleischer de The New Centurions (1972) y Soylent Green (1973), el Don Siegel de The Beguiled (1971) y Dirty Harry (1971), el Robert Aldrich de The Grissom Gang (1971) y Ulzana’s Raid (1972) y el Richard Brooks de $-Dollars (1971). Quizás el menos desilusionado sea, paradójicamente, el último, pues venía de apuntalar con dos películas algunas de las tendencias del Nuevo Hollywood –In Cold Blood (1967) y The Happy Ending (1969)– y con $ se embarcaba en un producto casi hedonista y muy de su tiempo (Warren Beatty de protagonista, banda sonora de Quincy Jones, ambientación alemana, trama de robos y atracos). El desencanto está bien presente en los dos films de Fleischer, el primero concebido como un relato policíaco en los límites del nihilismo y el segundo en clave de ciencia-ficción distópica. Lo mismo ocurre con las dos películas citadas de Aldrich, que al comenzar los setenta dejó de lado ciertas veleidades anteriores para arremeter con saña con los dos grandes géneros, noir o neo-noir y western, con inusual crudeza. El caso Siegel-Eastwood es distinto, abismado a una abstracción ideológica y una síntesis estética.

El cine estadounidense serpentea en estos momentos entre la crónica de su época y cómo ese tiempo convulso lo condiciona y marca la combustión nada espontánea de varias generaciones. Un tiempo formado por acontecimientos que producen heridas incisivas en todo el tejido social y cultural norteamericano o presentan nuevas pautas de identidad y de comportamiento, como son los crímenes del clan Manson, la guerra de Vietnam, el black power, la contracultura hippy, los cambios de paradigma sexual, la cultura de las drogas (sicodélicas o no), el festival de Woodstock, los hechos trágicos en el festival de rock de Altamont, los Derechos Civiles, la Convención Nacional de 1968 del Partido Demócrata, los asesinatos recientes de Martin Luther King y Robert Kennedy, la corrupción y represión policial, la violencia institucionalizada y la conspiración política que cristalizará pronto en el caso Watergate, cuya espoleta, la detención de cinco individuos pagados por los republicanos para colocar aparatos de espionaje en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata, se produce el 17 de junio de 1972, un mes antes de la presentación de The Visitors en el festival de Cannes. ¿Influye o no todo ello en un cineasta y hombre de teatro que creyó a pie juntillas en el Método, estuvo en el centro del huracán de la caza de brujas anticomunista, forjó algunos de los mitos actorales masculinos de los años cincuenta y conoció aún una cierta bonanza en el sistema de los estudios que implosionaba en 1968?

De forma directa o metafórica, con la vista puesta en la polémica, la diana de la taquilla económica o la revisión de los códigos establecidos, el grueso del cine norteamericano de aquellos años reflexiona particularmente sobre los temas derivados de esa crisis nacional, institucional, política, social, cultural y cinematográfica, y lo hace desde posturas encontradas. Algunos ejemplos, conocidos o engullidos en el maelstrom de las modas y corrientes: Midnight Cowboy (1969) de John Schlesinger, Bob & Carol & Ted & Alice (1969) de Paul Mazursky, Alice’s Restaurant (1969) y Little Big Man (1970) de Arthur Penn, I Walk the Line (1970) de John Frankenheimer, Catch-22 (1970) y Carnal Knowledge (1971) de Mike Nichols –uno de los arquitectos del variopinto Nuevo Hollywood con The Graduate (1967), film de enorme significado, aunque en un sentido temático–, Klute (1971) de Alan J. Pakula, Taking Off (1971) de Milos Forman, The Panic in Needle Park (1971) de Jerry Schatzberg, French Connection (1971) de William Friedkin, Billy Jack (1971) de Tom Laughlin, Slaughterhouse-Five (1972) de George Roy Hill, Images (1972) de Robert Altman, Serpico (1973) de Sidney Lumet, Jesus Christ Superstar (1973) de Norman Jewison, Law and Disorder (1974) de Ivan Passer y The Conversation (1974) de Coppola.

Es el momento también del triunfo económico de un cine independiente o de la curiosa representación subversiva que un cine eminentemente comercial y realizado en principio para el público afroamericano propone del conflicto racial, los Black Panthers y otros elementos sísmicos que llevan por otros derroteros el sistémico racismo estadounidense: el blaxploitation y lo que late debajo de las imágenes de Shaft (1971) de Gordon Parks, Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971) de Melvin Van Peebles o Coffy (1973) de Jack Hill. Claro que 1972 es igualmente el año del musical Cabaret de Bob Fosse, Deliverance John Boorman, el western ecologista Jeremiah Johnson de Sydney Pollack, Heat –la última entrega de la trilogía sobre el wild side neoyorquino que Paul Morrissey realiza para Warhol– y The Poseidon Adventure de Ronald Neame, o el ímpetu de un nuevo subgénero comercial, el del cine de catástrofes, que arrasa con todo, y no me refiero solo a transatlánticos, aviones de pasajeros y rascacielos. En esa encrucijada entre discursos narrativos, géneros, generaciones, nuevas formas de filmar y conflicto entre dos Hollywoods ya escindidos, quien gana es el cine americano si lo contemplamos en panorámico. A un film de su tiempo realizado por Robert Mulligan, Summer’ of 42 (1971), le seguirá una obra fuera de todo tiempo y coyuntura servida por el mismo realizador, The Nickel Ride (1974), la gran película a redescubrir del cine USA de aquellos años. Sam Peckinpah eleva el listón de su provocadora reflexión sobre la violencia en Straw Dogs (1971), The Getaway (1972) y Pat Garrett and Billy the Kid (1973). Surgen ovnis sin identificar como The Honeymoon Killers (1970) de Leonard Kastle y Harold and Maude (1971) de Hal Ashby. El mejor Bogdanovich plantea con The Last Picture Show (1971) el fin de la inocencia americana con un relato de educación sentimental ligado al cine, la sexualidad y la guerra. Universal quiere seguir el latido de los tiempos invirtiendo dinero en dos películas independientes con las que luego no sabrá que hacer, The Last Movie (1971) de Dennis Hopper y Two-Lane Blacktop (1971) de Monte Hellman. Deambulando entre las sombras de la industria y la independencia, Bob Rafelson y Jack Nicholson se consolidan con The King of Marvin Gardens (1972). Paul Newman quería demostrar que la realización no es el capricho de una estrella con su segundo largometraje, The Effect of Gamma Rays on Man-in-the Moon Marigolds (1972). El indie-trash-kitch halla su mejor expresión con Pink Flamingos (1972) de John Waters, mientras que con Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972), Jonas Mekas alcanza el cénit de sus diarios filmados como memoria y experiencia.

El relato de todos los nombres que podemos asumir implicados en las tendencias del Nuevo Hollywood, tendentes a reconsiderar los géneros clásicos y plantearlos como una dicotomía con el supuesto clasicismo de antaño a partir de historias agrietadas y un empleo de la cámara extravertido que puede ser tan formalista como improvisado, parece instaurado: Prime Cut (1972) de Michael Ritchie, Sisters (1973) de De Palma, Boxcar Bertha (1972) y Mean Streets (1973) de Scorsese –quien en 2010 dirigió su misiva cinematográfica a Kazan, A Letter To Elia (2010)–, Dillinger (1973) de John Milius, American Graffiti (1973) de George Lucas, Silent Running (1972) de Douglas Trumbull, Caged Heat (1974) de Jonathan Demme, The Great Northfield Minnesota Raid (1972) de Philip Kaufman, Welcome Home, Soldier Boys (1971) de Richard Compton, Deadhead Miles (1972) de Vernon Zimmerman y con guion de Terrence Malick, Badlands (1973) de Malick, Thieves Like Us (1974) de Altman y Chinatown (1974) de Polanski. La mayoría son películas sobre la violencia, lo que la impulsa, cómo se expresa, sus reflujos y consecuencias, décadas atrás o en los setenta.

En este contexto de miradas entrecruzadas en la que autores opuestos revelan intereses coincidentes, Kazan se autoexpulsa del viejo Hollywood –ayuda a ello el fracaso personal que constituye The Arrangement (1969)– y abraza la causa de la independencia que, más allá del éxito crucial pero no puntual de Easy Rider (1969), de Dennis Hopper y Peter Fonda, alcanza un grado de compromiso argumental y estético que nada tiene que ver con el indie made in Sundance de las últimas y acomodadas décadas. The Visitors tiene un presupuesto de 160.000 dólares y se filma en 16 mm en dos únicas localizaciones, las casas de Elia y su hijo Chris (fallecido en 1991, doce años antes que su padre), quien coproduce y firma el guion de la película. Del montaje y fotografía se encarga el otro coproductor, Nicholas T. Proferes, y es un dato para tener en cuenta más allá del estrictamente filmográfico: Proferes había desempeñado las dos mismas funciones con la cámara y en la sala de edición un par de años antes en Wanda (1970), la película dirigida por la segunda esposa de Kazan, Barbara Loden (también fallecida prematuramente, en 1980). El director de Viva Zapata! (1952) participaría como “visitante” en aquel rodaje y sacaría sus propias conclusiones. Era una película sin actores profesionales más allá de la propia Loden y de Michael Higgins, con improvisaciones constantes, filmación en 16 mm y un presupuesto de 115.000 dólares. Kazan aprendió mecanismos de rodaje y puesta en escena bien distintos a los que había desarrollado tanto en Hollywood como en su labor teatral con el Método, aunque este, en cuanto a la dirección de actores, siga siendo el cordón umbilical que une las distintas etapas de su cine. 

En 1981 declaraba que “la cámara hace algo más que grabar, actúa de microscopio. Penetra, se mete en la gente y se ven sus pensamientos más privados y ocultos. He conseguido hacer eso con los actores, he revelado cosas que los propios actores ni siquiera sabían que estaban revelando”. Esto nos vale tanto para The Visitors como para Panic in the Streets (1950), muy documental, o Baby Doll (1956), de métrica teatral. Preguntado años antes sobre la elección de intérpretes sin previa experiencia, más allá de que esta elección estuviera marcada por el estricto presupuesto del film, Kazan había respondido: “Si el espectador hubiera visto un rostro familiar en alguno de los papeles, habría sabido como terminaba. Eso se habría cargado la historia. La película tenía que ser tan real, tan llana, tan doméstica y tan honesta, que casi me vi obligado a utilizar caras desconocidas”.

Cámara y actores. Honestidad. El cine. Elevado en The Visitors a una disyuntiva en la que la cámara quiere explorar otras cosas y los actores no se adaptan a las convenciones del cine estadounidense. No quiero decir con ello que The Visitors sea un film más europeo que norteamericano, como Mickey One (1965) de Penn, ni que su tratado sobre la incomunicación nos lleve a Antonioni y las relaciones de personajes-movimiento-espacio sean bressonianas. Kazan se inscribe en una tradición que no subvierte, pero es consciente de los avatares que vive la cinematografía de su país, los cambios ya irrechazables, el fin del antiguo estatus quo y el papel que aún pueden jugar en el cambio los autores formados en el pretérito. De ahí la elección argumental, los efectos de la guerra de Vietnam –solo cuatro años antes de una propuesta seminal como Taxi Driver (1976) de Scorsese–, y la formal en cuanto a maneras de filmar y ajustes de producción.

El espacio antes que los personajes. El filme se abre con un plano general largo de una casa filmada desde el exterior. Se percibe la frialdad del invierno. Sigue un plano más corto de una pareja, rostros aún difusos en el interior de la vivienda. La cámara continúa estando en el exterior. Los vemos a través de una ventana. Él le acaricia los senos bajo la camisa. Ella no reacciona. Ahora se percibe el calor de la casa, aunque no de un hogar. Dos planos y todo un mundo desvelado, el del aislamiento físico (la casa, así como la cabaña adyacente, está situada en un paraje nevado, lejos de la ciudad) y el emocional: Bill (James Woods) y Martha (Patricia Joyce) viven juntos, tienen un bebé, no están casados y tampoco saben (sabemos) bien el porqué de su relación más allá de compartir techo y comida, estar aparentemente seguros en tiempos conflictivos. En la cabaña vive Harry Wayne (Patrick McVey), el padre de Martha, exitoso escritor de novelas del Oeste. Las dos casas y el terreno que las rodea le pertenecen. Bill y Martha están de prestado, un elemento esencial para entender la relación de Harry con la pareja de su hijo: lo considera frágil y pusilánime, no refleja la vieja masculinidad que él añora, la forjada en los tiempos de la segunda guerra mundial, aquella que le devuelven los visitantes del título del film, Mike y Tony (Steve Raislback y Chico Martínez), excompañeros de Bill en Vietnam. Bill trabaja ahora en una fábrica de helicópteros: no es necesario un montaje-encadenado a lo Coppola para asociar este trabajo actual con los combates en Vietnam.

La casa de Martha y Bill no es suya. El primer título de la película era el de Home Free, pero nunca habrá, a lo largo de todo el relato, la posibilidad de que ese sea un hogar libre. Primero, porque no les pertenece. Segundo, porque lo vulneran tanto su propietario real, el padre, como los dos visitantes. A partir de un momento determinado, la acción queda concentrada en este único escenario. Ya sabemos, entonces, que la trama de The Visitors es parecida a la de la posterior Casualties of War (1989) de De Palma: Bill denunció a Mike y Tony después de que estos, y otros miembros de su unidad, violaran y asesinaran a una joven vietnamita solo por creer que era del Viet Cong. Hubo un consejo de guerra y pena de dos años de cárcel para los implicados. Ahora reaparecen en la vida de Bill, pero Kazan deja algo claro desde el primer momento: Tony y Mike no saben exactamente por qué han ido a casa de Bill ni lo que pretenden con esta visita. ¿Venganza? ¿Intimidación? ¿Apropiación? ¿Dinero? ¿Que les pida perdón? De ahí los mecanismos divergentes y los procesos atípicos que derivan en la progresiva tensión y el violento clímax final: los personajes crecen o decrecen a medida que avanza el metraje, y es la situación del reencuentro, más que las intenciones que tuvieran antes del mismo, lo que genera las hostilidades: pasan de ser latentes a convertirse en la emanación del mal que subyace después de cualquier conflicto bélico. 

Los dos visitantes traen con ellos la violencia, pero la violencia supura por todas partes. Bill no ha querido hablar nunca de Vietnam con Martha y esta, en una representación quizá demasiado fácil de una cierta inocencia, le pregunta a Mike si Vietnam es tan verde como se ve en los reportajes de televisión sobre la guerra. Harry, un hombre lleno de ira y desaliento –ahora sus libros están vacíos, comenta significativamente su hija–, encuentra en Tony y Mike la masculinidad perdida, esa camaradería viril (y por momentos vil) que Bill no le podrá dar jamás. No es de extrañar que a las primeras de cambio, después de que el gran danés de un vecino haya atacado a su pequeño perro mordiéndole en una pata, Harry se impregne de la actitud de los dos jóvenes excombatientes y que los tres, provistos del rifle con mira telescópica que Tony lleva en el maletero del coche, salgan a la caza del gran danés. Lo matan, por supuesto, pero lo interesante es cómo Kazan articula el relato imagen/voz en ese momento. Sobre unos planos generales y nevados de Harry, Mike y Tony llevando consigo el perro muerto hasta la casa de su propietario, para dejarlo delante de la puerta en señal de advertencia y de triunfo, escuchamos la voz de Bill contándole a Martha la violación múltiple, el asesinato y la posterior denuncia cometida en la verde Vietnam.

Hay algunas vulnerabilidades en la confección tipológica, y también zonas oscuras del relato, tan oscuras como los planos nocturnos fuera de la casa que impiden ver la paliza que Mike le da a Bill en los compases finales. El personaje de Martha fue cuestionado en su momento por intimar –en la escena del baile– con Mike pese a saber lo que este hizo en Vietnam y lo que puede hacerle ahora a Bill. Pero esa es una forma más de desvelar la ausencia de verdadero cariño, o simple apego, entre Martha y Bill. En el fondo solo tienen un bebé que les una, pero este se disuelve físicamente en el desalentador plano final: Bill a un lado de la estancia tras ser golpeado por Mike, Martha en el otro tras ser violada por los dos visitantes y, en medio, la cuna del pequeño Hal, ahora vacía. Por momentos, la protagonista de The Visitors recuerda a la interpretada por Susan George en Straw Dogs de Peckinpah. Quizá no controle sus actos y quiera dejar la partida a la mitad, como le dice Tony, pero es también justa con esos actos que le imprimen una personalidad en oposición a la pasividad de su compañero. Si el encuadre final comprime durante unos segundos todo el peso de la guerra y sus consecuencias en quienes la han vivido (Bill) y quien hasta ese momento la ha evidenciado como algo ajeno (Martha), la pregunta que le hace él a ella –“¿Estás bien?”–, después de todo por lo que sin duda sabe que acaba de pasar, es muy concluyente. Esperar que Bill y Martha sigan con su vida, incluso que la reconstruyan, como pareja y como padres, es imposible. Lo mismo que imaginar a Tony y Mike dejando atrás la violencia y convertidos en probos ciudadanos de una América mejor. Con el padre de Martha, Kazan es cruel: borracho y tambaleante, sale de la casa y se dirige a su cabaña, cae al suelo –una forma bien visible en la oscuridad, el jersey de rojo intenso sobre la blanca nieve– y se levanta renqueante mientras Martha le observa desde la distancia con más curiosidad que preocupación. Es la última imagen de Harry en la película, ajeno a todo aquello que ocurrirá después.

Pero The Visitors no es para nada un film de ‘buenos’ y ‘malos’, de personajes empáticos y rechazables, de gente admirable y gente detestable; ninguna película que yo recuerde de Kazan lo es. Por ello hay una composición visual en la que aparecen todos, menos Harry, que viene a ser una síntesis envidiable de lo que representa la película. Es al poco de llegar los dos excombatientes a la casa. Kazan coloca la cámara en posición baja frente a la cuna del bebé, de modo que la parte de abajo del encuadre está presidida por los barrotes de madera de dicha cuna. Mike está tumbado en el suelo, mirando hacia cámara, y su cabeza, en primer plano, queda literalmente atrapada entre los barrotes horizontales. A la derecha del plano se encuentra Martha, arrodillada en el suelo, pero de tal forma que la cabeza queda cortada en lo alto del encuadre: un cuerpo inerte y una voz que escuchamos fuera de campo. Al fondo del plano están Tony y Bill, sentados a la mesa que queda en la parte superior, diluida en la semi profundidad de campo, como si las líneas de la cuna dividieran en dos segmentos equitativos la composición general del plano. Tony está de perfil ante la cámara, alguien que mira esquinado, mientras que Bill está de frente. Hasta que no se levanta para dirigirse hacia la cuna, su cabeza queda enmarcada, “atrapada”, entre el hueco del respaldo de la silla que tiene enfrente. El punto de vista del plano equivaldría al del niño, a quien no vemos ni escuchamos, mutado en el punto de vista del director. Martha incompleta. Mike entre barrotes. Tony esquinado. Bill con el rostro aprisionado, sin poder ver bien del todo. Una composición visual que expresa y resume el relato cuándo solo podemos intuir los conflictos que en él van a desarrollarse.

Quim Casas