Este breve dossier llega con retraso. Diríase que con mucho retraso. Para empezar, no debería haber esperado a la muerte de Peter Bogdanovich para tomar cuerpo, para encarnarse en una idea más o menos plausible y atractiva. Pero es que, además, ya hace mucho tiempo que murió Bogdanovich, con lo que ni siquiera el gesto obituario puede ser una excusa. Por otro lado, ¿excusas para qué, por qué?
La línea de continuidad que se traza entre dos cineastas “clásicos”, Raoul Walsh y Fritz Lang, y otro “moderno”, el propio Bogdanovich, es la línea de continuidad de una cierta historia del “cine americano”. Y digo “cine americano” –así, entre comillas— y no “cine estadounidense” –que sería lo correcto en un sentido geográfico y político—porque estamos hablando de un mito, es decir, de algo que nunca existió: una invención, una leyenda a la que la generación de Bogdanovich, sin ir más lejos, contribuyó a forjar, después de que Cahiers du cinéma y la Nouvelle Vague ya hubieran sentado los cimientos.
Y hay que seguir esa línea, hay que asimilar primero la leyenda, para alcanzar una cierta verdad: todo fue una cuestión de fe, una fe que quizá ahora ya no tenemos. Remontarse a Walsh y Lang para hablar de Bogdanovich, o viceversa, con la tenue excusa de que este último mantuvo relaciones personales muy especiales con cada uno de los otros dos, es acercarse al otro lado de ese mito: desde el principio, todo estuvo destinado –a veces incluso pensado— para la (auto)destrucción de ese mismo mito; desde el principio, la semilla del escepticismo ya estaba plantada.
Digamos que a veces se entiende mal la famosa sentencia de The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1961). No es que la permanencia de la leyenda se erija en gesto triunfal, en una glorificación del mito por encima de “lo que sucedió en realidad”, sea esto lo que fuere. Es que esa victoria pírrica delata también la debilidad del armazón mitológico, su condición mentirosa: que conozcamos su trastienda, ese disparo a traición de John Wayne en el film de Ford, significa que también nosotros somos unos mentirosos, y la cinefilia entera un absoluto despropósito.
Sin embargo, el gesto verdaderamente político no consiste en situarse al otro lado, en proclamar esa mentira y proponerle un sustituto. Se trata más bien de contemplar su desmoronamiento progresivo y dar cuenta de él. Sobre todo esto hay que pensar aún mucho, para seguir hablando del “cine americano” desde otro lugar, y ahora veo este dossier como un primer ensayo al respecto que, al intentar aunar a estos tres cineastas, podría ser una manera de poner en marcha esa meditación.
Como verán, los tres textos aquí convocados constituyen sendas maneras de contribuir a ese desmontaje. Quim Casas se remonta al periodo mudo –partiendo de The Cat’s Meow (2001), una de las películas más desconocidas de Bogdanovich, y sus relaciones con la biografía de Walsh y la poética de Lang— para certificar que aquello no era el nacimiento de nada, sino el principio del fin. Mireia Iniesta Navarro se acerca a los westerns de los tres cineastas para decubrir en ellos una perturbadora “anti-épica”. Y María Adell sostiene que la sustancia de aquellos films no estaba tanto en los auteurs como en las actrices, trazando otra línea posible, otra genealogía que desmiente la leyenda.
En cualquier caso, hay que hacer ese trabajo, hay que ponerse a esa labor urgentemente si queremos impedir que toda una concepción de la historia del cine desaparezca sin haberla debatido o deconstruido. No vale fingir que no existió, ni tampoco despacharla con unas cuantas consideraciones ideológicas que no se atreven a afrontar el problema, que se limitan a dar un rodeo y evitarlo con un exabrupto. Este dossier es un intento de empezar por el principio, de dar la cara y, para algunos, de enfrentarnos con nuestros propios fantasmas. No para que desaparezcan para siempre, sino para averiguar cuál fue su origen, por qué creímos en ellos.
Carlos Losilla