La Furia Umana
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GUADALUPE LUCERO / Pedagogía imaginaria para comedores de tierra

GUADALUPE LUCERO / Pedagogía imaginaria para comedores de tierra

Los debates contemporáneos en torno a la crisis climática señalan a menudo a los pueblos originarios como quienes podrían jugar el complejo papel de guardianes de un planeta progresivamente arruinado para la vida humana, como efecto necesario de diversos procesos de desarrollo y modernización. Sin embargo, y como bien señalan Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro en ¿Hay mundo por venir? escuchar seriamente esa voz puede ser una tarea ardua hasta para quienes no dudaríamos en señalar como aliados en términos de ecogeopolítica[1]. ¿Cómo prestar oídos seriamente a las voces que se señalan como quienes tienen algo relevante para decir?

Este trabajo reconstruye el camino de un ensayo: el de leer, ver y escuchar aquello que se produce desde las voces de quienes se reconocen como no modernos, o más bien no-blancos, invirtiendo la categoría marcada[2] para que la vistamos incómodamente nosotrxs no-indígenas.

Si bien el dossier del que forma parte este artículo se enmarca en una serie de intervenciones que tienen como puntapié el trabajo de lectura colectivo de A queda do céu, de Davi Kopenawa y Bruce Albert, quisiera sumar a ese ya monumental material de trabajo una intervención cinematográfica que tiene a Kopenawa como guionista, dirigida por Luiz Bolognesi: A última floresta (2021). Trabajaré, al amparo del género ensayístico, sobre el libro y la película conjuntamente para mostrar cómo en cada uno es posible elucidar los términos pedagógicos de la apuesta de Kopenawa. A su vez, la superposición de un libro y un film difíciles de ubicar sin más en los géneros de la no-ficción, nos permitirá hacer foco en lo que consideramos un concepto útil para comprender, desde nuestra perspectiva (necesariamente atravesada por el sesgo blanco), el tipo de intervención que aquí parece plantearse. Esa intervención podría analizarse a través del concepto de cosmoestética,[3] que permite conjugar la dimensión político-imaginaria de la estética con la noción de cosmopolítica (Stengers). Una cosmoestética, entendida como diplomacia imaginaria, nos permitirá analizar las imágenes, sonidos y palabras que el film y el libro ofrecen, más allá de toda lógica documental. Nos gustaría argumentar en favor de una interpretación del film y el libro como nudos de una serie de intervenciones políticas y acciones diplomáticas, que los pueblos de la selva construyen como un teatro de operaciones contrailustrado del conflicto colonial siempre continuado.

La cámara en la selva

Voy a comenzar con un desvío, quizás la metodología cierta del ensayo. Formada en una universidad con fuerte anclaje en la tradición europea, y viviendo en una ciudad argentina alejada del imaginario indígena y abiertamente reticente a autopercibirse latinoamericana, quizás no resulte extraño que las primeras imágenes que recuerde de la selva vengan del cine. Particularmente, de una película emblemática respecto del carácter problemático de las relaciones progresistas y bienintencionadas entre Europa y la Amazonia como Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog.

¿Por qué comenzar un texto sobre el imaginario amazónico con una película alemana, cuya filmación legendaria ha cosechado todo tipo de críticas? Esas imágenes, que conforman mi primera colección figurativa de la selva, dicen quizás más de lo que parece respecto del problema y la incomodidad de nuestro lugar de enunciación.

La cámara entra en la selva con el barco y la atraviesa siguiendo una extraña obsesión, donde la siempre alegórica montaña no se mueve pero es neutralizada al pasar literalmente el barco por encima. Esta empresa que se presenta como una imagen[4], es acompañada por el tropo del teatro europeo en la colonia con su género artístico más representativo: la ópera. Cuando Fitzcarraldo dice “¡Sólo a través de mí el caucho se hace palabra!”[5] parece repetir culturalmente lo que ya acontecía materialmente a propósito de la explotación y apropiación de las existencias amazónicas por parte de diversas empresas colonizadoras. Es así que, ­más allá de las múltiples críticas que el director alemán recibió respecto del proceso de rodaje –la relación laboral con las comunidades de la zona, los accidentes y el carácter excesivo (y por lo tanto megalómano) del proyecto en general – el film en sí también ha sido acusado de una mirada excesivamente europeizante. Dos cuestiones quizás resaltan en la crítica: la hipótesis de la ópera en la selva –que implícitamente señalaría su carácter sublime y artísticamente transformador – y el modo como la cámara filmaría a los indígenas y la propia selva. Siguiendo el análisis que de Fitzcarraldo hacen Lilian Friedberg y Sara Hell, la mirada colonizante y colonizadora de la cámara se hace patente, por ejemplo, en el modo como se filman a los humanos de la selva. Al filmar a los humanos como se filma un árbol se haría patente el paralelo visual que equipara personas y recursos[6]. Filmar los indígenas como árboles, tal la acusación, pone en evidencia la dificultad para pensar la íntima relación entre árboles y humanos, entre animales y piedras, entre cielo y pájaros, entre espíritus y plantas, entre sueño y alimento, en fin, la particular trama interespecie ajena a la deshumanización de una cámara que toma humanos como árboles. ¿Cómo filmar esa relación? O más precisamente, ¿cómo filmar, como generar imágenes que hagan justicia a esa tensa red de sentidos que hace de los pueblos originarios los guardianes de aquello que solo desde una epistemología demasiado moderna puede ser separado como naturaleza? Pensar en Fitzcarraldo como un eslabón ineludible de nuestra educación sentimental e imaginaria de la selva quizás nos ayude a mantenernos alertas respecto de la posibilidad misma de abordar los materiales que nos interpelan.

Donna Haraway afirma que siempre es un peligro buscar en metafísicas ajenas las soluciones para los problemas propios. En un lúcido análisis del marco conceptual en el que se situaba la primatología japonesa, señala con precisión cómo todo aquello que occidente atribuye más o menos ligeramente a oriente, curiosamente deja intacto aquello que podríamos criticar como el sesgo machista y especista occidental: ni las mujeres ni los animales ni los extranjeros conquistaban en ese marco aparentemente opuesto alguna ventaja respecto de sus condiciones en occidente.[7]

Desplazando el orientalismo sobre el americanismo, quisiera pensar-con los materiales sosteniendo la extrañeza que quizás prevenga de convertirlos en mina de explotación apurada, fértil en slogans y soluciones por fin encontradas (ahora sí apropiadamente) para nuestras obsesiones.

Documentar después de la era de la verdad

Como sucede convencionalmente, antes de comenzar, A última floresta comienza proyectando los sellos de festivales y premios, todos vinculados con el cine documental. Pero ¿en qué sentido es este un film documental? ¿Qué sentido del documento y qué sentido de lo real se afirma allí? ¿Por qué un relato ficcionado, de situaciones urgentes que deben ser denunciadas, pero a la vez de enseñanzas mitopoéticas, se enlaza con la práctica de lo documental? Si bien las prácticas contemporáneas de lo documental han barrido con toda regla genérica, vale la pena preguntarse en este caso sobre la cuestión de la narrativa y las historias que esta historia permite contar. Toda narración se inscribe en una particular forma de contar que hace posible la constitución misma de lo real[8]. Este real, así tramado con la narración, no es efecto total de la construcción o la artificiosidad. Nuestro ejemplo nada tiene en común con el documental de experimentación que pone en escena el artificio mismo cuyo efecto es un real que muestra su arbitrariedad. Más bien al contrario, es necesario pensar cómo se trama la materialidad problemática en cuestión —la vida en la aldea, el modo de pensar yanomami, los esquemas míticos, el asedio de la aldea por parte de los blancos, etc.— con los relatos y las formas narrativas que le hacen una mayor justicia, o quizás una menor injusticia.

El film comienza, ahora sí, con una placa informativa: los Yanomami viven en los actuales territorios de Brasil y Venezuela desde hace más de mil años. Esta afirmación, solo superficialmente neutra, ya nos dice mucho respecto del tipo posible de trama que se teje aquí. Decir “mil años” y al mismo tiempo decir “Brasil y Venezuela” implica un nudo heterócrono políticamente complejo, anudado sobre la conquista que se recorta como telón de fondo y condición de posibilidad para la existencia de esos países, pero también de la necesidad de la película. Que haya que decir que existía gente antes de la existencia de los países, nos da una pauta importante del horizonte en el que se inscribe esta intervención fílmica.

El film se sitúa a sí mismo en el reparo de esa preexistencia. Su visión no es sino la de unos ojos técnicos: los de la cámara. Del mismo modo que los padres de los relatos de origen occidentales conjugaron el uso de las armas con las cámaras –el exterminio con su reemplazo por una imagen dioramática, afín al museo– también aquí la cámara en la selva parece recordar la tensión del arma. Afirmar que la cámara y las armas forman parte de una misma familia, cuya filiación es importante considerar, es casi un lugar común. Esa arma debe apuntar correctamente, en función de los objetivos tácticos de una guerra en curso, para tomar imágenes justas que puedan ser utilizadas eficientemente y contra los enemigos correctos.

La primera imagen filmada del film es una toma cenital que brinda una panorámica de la Montanha do vento y debajo la maloca, como un claro en la selva. Mucho podríamos decir si nos aventuráramos en una lectura moral del encuadre. Sin embargo, esta llegada desde arriba antes que afirmar una dirección hermenéutica parece un echar mano de la claridad de las convenciones. La sierra y la aldea forman dos puntos de atracción centrales en la imagen, la inmensidad de la selva y la montaña, la aldea pequeña pero perfectamente recortada, con su estructura redonda y un gran círculo abierto en el centro.

El siguiente plano nos ofrece una imagen de perspectiva humana, que muestra un muchacho que pesca con arco y flecha. El muchacho tiene un short y unas ojotas. Esta primera imagen reúsa el exotismo. El habitante del escenario propuesto no remite a ningún mito de origen o comunidad extemporánea. Los mil años del principio se continúan en nuestro presente, que es también condición de posibilidad de una cámara en la selva. La cámara lo sigue por detrás, algo ha logrado cargar en una mochila hecha de hojas. En la aldea la cámara enfoca a una mujer. Cocina un animal no fácilmente reconocible. Al día siguiente, si seguimos confiando en lo que las convenciones de montaje nos han enseñado, la mujer, el muchacho y unos niños se bañan en el río. La secuencia que va del hombre que caza a la mujer que cocina, y la familia en el río, y luego en la maloca, parece seguir la lógica habitual de un cine de observación, donde la cámara no sería vista por quienes son capturados por ella, y nos ofrece la ilusión de la mirilla que miraría sin ser vista. Sin embargo, esa secuencia se cierra sobre la voz de Kopenawa que escuchamos en principio sobre una imagen de la montaña para luego encontrar su rostro en el centro de la aldea. “Los blancos no nos conocen”.

Las convenciones cinematográficas que estructuraron las imágenes hasta ese momento, parecen el telón de fondo de una exhortación. Siento que esas palabras me están dirigidas. Yo misma no puedo ser sino una intrusa que mira documentales sobre cuestiones que me son ajenas. ¿Qué puedo ver yo en esas imágenes? Kopenawa me responde: si hay un interés en que los blancos veamos esa película, es decir, conozcamos a los yanomami de cerca, no es para ver nada folclórico, nada exótico. El ver de cerca implica una particular pedagogía: entender su pensamiento. Esa búsqueda echa mano de lo que para los blancos es más fácil de comprender: la escritura y el cine.

De hecho, este es también el objetivo central de A queda do céu, el texto fundamental que reúne las palabras de Kopenawa en años de trabajo con el antropólogo Albert. El prefacio o preámbulo de este libro, titulado palabras dadas[9], funciona como una advertencia-programa, el programa de una advertencia o la escena que visibiliza las condiciones de (im)posibilidad de una conversación. Se trata de una conversación antes que un diálogo, porque no hay logos común que pueda ponerse en juego aquí, sino más bien un permanente volver a frecuentar, volver sobre la cuestión para pensar su uso antes que su sentido. El libro se abre, entonces, con la puesta en acto del eterno retorno del encuentro. Sus autores, Albert y Kopenawa, aparecen en esta escena contada –nos parece y esta será la constante– por Kopenawa. La escena es la de una donación, la donación de las palabras que deberán ser llevadas lejos, que deberán ser escritas para ser leídas por los blancos y para que ellos aprendan. Esas palabras pegadas a la cinta grabada, la voz registrada, solo debían ser destruidas cuando estuvieran a salvo en la transcripción. También aquí los autores eligen entre las distintas opciones del documento. Toda esta explicitación, francamente tensa a la vista de lo que leeremos después, termina con un “¿está bien?” que nos coloca de inmediato en el entre dos de este particular dispositivo de escritura y de práctica política.

Gostaria que os brancos parassem de pensar que nossa floresta é morta e que ela foi posta lá à toa. Quero fazê-los escutar a voz dos xapiri, que ali brincam sem parar, dançando sobre seus espelhos resplandecentes. Quem sabe assim eles queiram defendê-la conosco? Quero também que os filhos e filhas deles entendam nossas palavras e fiquem amigos dos nossos, para que não cresçam na ignorância. Porque se a floresta for completamente devastada, nunca mais vai nascer outra. Descendo desses habitantes da terra das nascentes dos rios, filhos e genros de Omama. São as palavras dele, e as dos xapiri, surgidas no tempo do sonho, que desejo oferecer aqui aos brancos.[10]

El texto parece aquí explicar su objetivo fundamental. Como el film, se trata de un texto dirigido a los blancos, es decir, al enemigo con el que se está en guerra, origen del humo de la epidemia, del metal, de los motores y de la mercancía.

El objetivo fundamental que guía también la pedagogía del film es la defensa de la selva contra quienes la piensan muerta y contingente, es decir, como recurso. Resulta interesante aquí la impugnación: no solo se trata de salvar corriendo un círculo inmunitario a las personas humanas de la selva, no hay salvación especista. El documental debe entonces construir una compleja narrativa que evite la empatía especista y se abra a la comprensión de una epistemología no moderna, pero radicalmente contemporánea.

Enseñar a los que no sueñan

Si continuamos con el análisis del film observamos que la escena siguiente a la exhortación de Kopenawa nos muestra las condiciones de esa enseñanza: los blancos más cercanos a la aldea son los mineros que trabajan en sus inmediaciones. Definidos como pueblos de la mercancía, el asedio de los blancos es ante todo vector de pestes. La peste se presenta literalmente bajo la forma de la enfermedad, pero también a través de las mercancías mismas que oscurecen la mente fijándola en otra parte.

Si la primera parte de A queda do céu libro narra el devenir otro del chamán como experiencia de aprendizaje, la segunda parte narra el devenir blanco como experiencia de olvido. Entre uno y otro, o como consecuencia de este relato en espejo, se abre la posibilidad de pensar el mundo, un mundo común en el que la caída del cielo será para todos, y donde la urgencia política no implica únicamente una salvaguarda territorial y concreta, sino la necesidad de traer la mala nueva de un fin del mundo que ya sucedió y que volverá a suceder.

A la escena de confrontación con los mineros sigue una pequeña referencia al sueño, para luego contar el mito de origen en la pelea entre los hermanos Yoasi y Omama. La cuestión del sueño no es en absoluto menor. La primera parte de A queda do céu, titulada devenir otro, presenta los esquemas míticos yanomami y narra el aprendizaje en el chamanismo que Davi Kopenawa reconstruye desde su niñez. Esta transformación resulta incomprensible si no nos detenemos en el sentido del sueño como dimensión central del aprendizaje. La enseñanza por medio del sueño está vedada a los blancos, de allí la necesidad de dejar por escrito o de filmar. Resulta central atender a este aspecto del dispositivo ya sea el libro o el film: se trata de un dispositivo pensado para su destinatario, que sólo será útil para él, bajo su lógica y con sus posibilidades.

La escritura no es el medio privilegiado de acceso al saber. Se trata de una forma de acceso vinculada al olvido de las enseñanzas más antiguas. La escritura es necesaria cuando se es incapaz de soñar. Se nos dice entonces que la enseñanza que se anticipa en el libro es la aprendida durante el tiempo del sueño. A diferencia de nuestra concepción más común de sueño como contenido de conciencia privado, el sueño constituye aquí la dimensión que nos permite acceder al conocimiento profundo de la selva. Este conocimiento se produce a través de imágenes y palabras solo asequibles a quienes se internen en los caminos del sueño poblado por los espíritus de la selva.

El sueño no se puebla de elementos simbólicos de oscura interpretación, sino que es la escena en la que los xapiri brillantes y pulidos danzan y cantan, llevando nuestra imagen-esencia con ellos. La experiencia aterradora del sueño en el niño no es sino esta experiencia de un afuera vertiginoso, aquel que permite comprender el sentido de la selva a partir de la interacción de las imágenes esenciales de todo lo que en ella existe. Imágenes que no son representaciones, sino arquetipos o espectros que exceden sus encarnaciones individuales.

Esa experiencia de aprendizaje se fundamenta en una especial teoría de la imagen[11], utupë, que, como indica Albert, es un término que solo tiene sentido porque los yanomami también llaman así a nuestras imágenes impresas y en circulación, como las fotos, los dibujos, etc.  Pero en principio, la imagen es una dimensión que no es subsidiaria de ninguna otra, sino más bien al revés. Las imágenes son las que deben ser alcanzadas en la cura chamánica y también las que son llevadas y convocadas en el sueño por los xapiri. También los xapiri mismos se presentan como lo opuesto al universo de lo oscuro, del humo, del ensombrecimiento y de la suciedad. Sus cuerpos resplandecientes brillan y son como espejados, hacen aparecer sobre sí mismos otras imágenes, como si fuesen espejos.

Aprender por medio del sueño es también aprender en la experiencia de la noche.

Quando o sol se levanta no peito do céu, os xapiri dormem. Quando volta a descer, à tarde, para eles o alvorecer se anuncia e eles acordam. Nossa noite é seu dia.[12]

Esta inversión de la lógica luz-oscuridad resulta importante para comprender la función de las imágenes como mediadoras del saber, en tanto que son imágenes que la luz obstruye. Del mismo modo que la luz de las ciudades imposibilita la oscuridad necesaria para ver, la noche constituye el momento privilegiado para una visión sin ojos.

Enseñar a ver a los blancos enceguecidos por la luz, es en cierto modo lo que parece jugarse aquí. El brillo del metal, como ícono de las mercancías que pueblan sus sueños, parece encandilar un sueño más lejano y profundo, aquel que va más allá de nosotros mismos, hacia lo más oscuro de la noche como lo más nítido. Acceder a ese conocimiento nos está vedado por muchos motivos, entre los cuales el motivo no menor de que nuestro sueño esté ocupado por la pasión por la mercancía. Ese conocimiento, quizás, permitiría comprender el sentido de la selva y alentar su defensa. No se trata de un afán de reconocimiento y tampoco una evangelización. Por el contrario, si algo se dice aquí de mil maneras es una mala nueva. La pregunta (quem sabe) postulada en la cita más arriba, deja solo dudas respecto de la fe que el texto efectivamente profesa por una conversión a través de la enseñanza y el aprendizaje. En cierto modo, el texto parece dirigido a les niñes, y a la necesidad de que elles conozcan y comprendan que el fin del mundo, probablemente sea el fin del mundo, como siempre.

El hilo narrativo del film continúa con la desaparición del marido de la mujer que veíamos en el inicio capturado por la red de la mercancía, como se nos dirá luego, pero también representada como escena interna. La pedagogía para los blancos es también la transmisión de un saber que lejos de ser estable en el interior de la aldea, constituye un campo epistemológico disputado por las relaciones que los yanomami entablan con ellos. A pesar de que el acceso al saber chamánico está vedado para nuestra protagonista mujer, su aprendizaje no deja de proceder de la experiencia del sueño. Allí el relato documental y el mítico se vuelven indiscernibles. Y el hecho de que su propia hipótesis en torno a la desaparición no coincida con la del chamán, abre una tangente que el personaje explora incluso en la dimensión especialmente política de una alianza de las mujeres.

Pero no solo tenemos a la mano imágenes cinematográficas y palabras. En medio del film y también en apéndices del libro, tenemos fotografías. Las imágenes fotográficas que se insertan en la escena de la llamada por radio a otras aldeas para alertar sobre la presencia de mineros y las que siguen a la conferencia en Harvard, constituyen la huella literalmente documental en el film. La fotografía es aquí lo que parece sostener el carácter realista de una narrativa para mostrar a los blancos en su lengua un abanico de cuestiones importantes para Kopenawa: la transmisión de un saber de la selva y la denuncia de invasión, que lejos de apelar a la simpatía caritativa, se presenta bajo el tono de cierta ofuscación y cansancio. En la lengua de los blancos, es decir, literariamente y, más aún, cinematográfica y fotográficamente, ya que el cine, con su relato familiar, y su narrativa específica, estructurada por la postulación de una situación que desarregla un estado de cosas y para la que se presentan sus posibles soluciones, es quizás la pedagogía más relevante y pregnante de nuestra educación sentimental, imaginaria y sensorial, así como la fotografía señala el viejo dogma barthesiano que afirma que esto ha sido.

Las escenas siguientes incluyen una llamada chamánica para invocar ayuda a los xapiri de la selva en la lucha contra la minería y luego otra escena de denuncia esta vez en el marco del rito académico de una universidad norteamericana. Esta escena ritualizada de la denuncia en los espacios que los blancos habilitan para ello –la universidad– nos perturba necesariamente en términos del espejo oblicuo que la película nos ofrece. El mundo de la cultura se presenta, finalmente y como una mueca decepcionante, a la manera de una blanca caja de resonancia impotente. Esa caja de resonancia donde es (¿casi?) imposible no devenir a nuestra vez mineros. Aquí quizás Fitzcarraldo veía con mayor claridad: el caucho devenía palabra en la ópera, pero ¿hasta qué punto entendemos la continuidad entre la materialidad de las existencias narradas y el relato mismo del que formamos parte al trabajar este material?

La doble tarea, pedagógica y política, es la que en cierto modo define el carácter diplomático del chamán, que como bien se puntúa en el film (con las ropas, la radio, los lápices de colores, el viaje a Estados Unidos, las fotografías) se encuentra en nuestro mismo huso horario, tomando prestadas las palabras de Donna Haraway.

Diplomacia

Gracias al eco cada vez más resonante que tienen los estudios sobre filosofía amerindia, el concepto de diplomacia ha adquirido una relevancia inusitada. La figura ha sido especialmente fructífera para pensar la política chamánica, aquella llevada adelante por líderes indígenas que se sostiene sobre una ontología y una epistemología que sin embargo tergiversa hasta tornar inoperante la nuestra, es decir nuestra epistemología y ontología y con ellas nuestro concepto de diplomacia. Desde la perspectiva de la filosofía política moderna, la diplomacia forma parte de los muchos dispositivos vinculados con un sistema de inmunidades. El diplomático es quizás, entre los funcionarios políticos profesionalizados, aquel que goza de particular inmunidad, aquel que puede cruzar fronteras sin riesgos, y que puede cargar secretas maletas sin que su integridad individual y su mundo privado se vea expuesto a la mirada de otros que quizás no lo comprendan, pero con los que deberá dialogar, apelando a sofisticadas reglas de no ofensa ni agresión. Esta pequeña caricatura del diplomático no se parece en nada, a decir verdad, al chamán diplomático. La distancia fundamental entre una y otra práctica de la diplomacia radica en el tipo de mundo en el que dicha práctica se ejerce. Como afirma Viveiros de Castro:

El barajar y dar de nuevo las cartas conceptuales me lleva a sugerir el término multinaturalismo para señalar uno de los rasgos contrastantes del pensamiento amerindio en relación con las cosmologías multiculturalistas modernas. Puesto que estas se apoyan en la implicación mutua entre unicidad de la naturaleza y multiplicidad de las culturas –la primera garantizada por la universalidad objetiva de los cuerpos y de la sustancia, la segunda generada por la particularidad subjetiva de los espíritus y el significado–, la concepción amerindia supondría, por el contrario, una unidad del espíritu y una diversidad de los cuerpos.[13]

Desde el punto de vista multiculturalista, entonces, la diplomacia supone alcanzar un acuerdo sobre perspectivas distintas que se ofrecen sobre un mismo mundo, cuya objetividad y unicidad no están en cuestión, y donde por lo tanto, todo intercambio, toda tensión, todo peligro, sucede ante todo en el nivel de la discursividad. Por el contrario, desde el punto de vista multinaturalista, el acuerdo supone alcanzar una unidad común a partir de mundos diversos y divergentes. La tensión y el peligro del intercambio diplomático suponen una puesta en juego de la materialidad de los cuerpos antes que su inmunidad. “Si el multiculturalismo occidental es el relativismo como política, el perspectivismo chamánico amerindio es el multinaturalismo como política cósmica”[14].

La diferencia entre una política multiculturalista y una multinaturalista radica en el tipo de compromiso que los cuerpos parecen jugar en cada caso. En un curioso pasaje de A queda do céu Kopenawa y Albert reconstruyen el origen de la diferencia entre lenguas como una ventaja política. En la Babel invertida allí narrada, las lenguas no tienen un origen común, sus diferencias radican en su inscripción corporal: las gargantas son diferentes. La dispersión lingüística no origina caos, por el contrario, nos guarda de comprender lo que nuestros enemigos tienen para decir. No es fuente de malos entendidos, sino por el contrario, la constatación de que la comunicación no es posible, y que esa imposibilidad es el punto de partida de toda política.

Isabelle Stengers acuña el término cosmopolítica partiendo de un malentendido fundamental. El término no remite a un sentido universalizante ni trascendental. No se trata de una política del todo como cosmos, ni tampoco de una postulación afirmativa que pretendería gestionar lo existente. Se trata, por el contrario, de un término que la autora querría usar como un freno o una red, un paracaídas, algo que baje la velocidad, que haga más lenta la comprensión. Que se resista a la deglución inmediata de lo que se resiste a su vez a ser comprendido. Para pensar esto, Stengers recupera la figura deleuziana del idiota, como aquel que no se deja representar, que no quiere entrar en el curso de la comunicación, que se resiste a entender lo que todo el mundo entiende y a ser entendido con simpleza. Una resistencia al modo de ser común por medio de la postulación de un lenguaje traducible a través del cual intercambiar equivalencias. Por el contrario, la cosmopolítica no trata sobre lenguajes comunes, sino sobre prácticas dispares. Sin equivalencia posible, la pluralidad de prácticas divergentes podría ser útil para lidiar con esos intereses diversos. Su utilidad no radica en la capacidad de explicación, sino por el contrario, en la capacidad de espantar la neutralidad explicativa y asumir la imposibilidad de una medida común para la divergencia de voces. Una cosmoestética en este sentido, no implica una explicación de las condiciones de posibilidad trascendentales del placer y el dolor, cuyo centro sería la representación desencarnada, sino por el contrario, una formulación del horizonte donde las prácticas imaginarias hacen posibles los mundos, donde las imágenes siempre diversas, nunca convergentes, abren líneas narrativas que permiten contar historias y solo así habitar otros mundos.

Desde este punto de vista, y para terminar, considero que el material analizadonos confronta con la incomodidad de una mirada que caricaturiza la nuestra, al mismo tiempo que amplifica los relatos intrincados, míticos, poéticos, sanadores y destructivos, que se trazan sin perspectiva unificante en los hilos de geometría solo aparente que constituyen el film. Como los xapiri descritos en A queda do céu, las líneas narrativas abiertas por el film funcionan como espejos deformantes, que antes que reflejar una historia clara y distinta, la difractan y estallan direcciones irreconocibles.

Guadalupe Lucero

Universidad Nacional de las Artes /CONICET

Referencias Bibliográficas

Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, trad. Rodrigo Álvarez, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.

Paula Fleisner, “Prolegómenos para una cosmoestética materialista posthumana futura” en Revista Universitas Philosophica, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, ISSN: 2346-2426 en prensa.

Lilian Friedberg y Sara Hell, “Drums along the Amazon. The Rhythm of the Iron System in Werner Herzog’s Fitzcarraldo” en Stephan K. Schindler y Lutz Koepnick (eds) The cosmopolitan screen: German cinema and the global imaginary, 1945 to the present, University of Michigan Press, 2007.

Donna Haraway, Primate Visions. Gender, Race and Nature in the World of Modern Science, Routledge, New York, 1989.

Donna Haraway, Seguir con el problema, Trad. Helen Torres, Consomi, Bilbao, 2019.

Werner Herzog, La conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fitzcarraldo), Trad. Ariel Magnus, Entropía, Buenos Aires, 2015.

Pedro Hussak, “Quatro regimes da imagem: ilusória, encarnada, dialética e xamânica”, La Furia Umana, 43, 2022.

Davi Kopenawa y Bruce Albert, A queda do céu. Palavras de um xamã yanomami, Trad.Beatriz Perrone-Moisés, Companhia das Letras, São Paulo, 2010.

Eduardo Viveiros de Castro, La inconstancia del alma salvaje, trad. G. David, UNTREF, Los polvorines, 2018.


[1] Véase en este sentido el comentario sobre Bruno Latour y el rol de los pueblos indígenas en la disputa política contemporánea. Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, trad. Rodrigo Álvarez, Caja Negra, Buenos Aires, 2019, p. 176.

[2] Respecto de necesidad de pensar la cuestión de la categoría marcada más allá del género especialmente en su cruce con la raza y la clase, véase Donna Haraway, Primate Visions. Gender, Race and Nature in the World of Modern Science, Routledge, New York, 1989, especialmente la tercera parte “The biopolitics of being female”.

[3] El modo como Paula Fleisner declina la cosmopolítica stengeriana. Veáse “Prolegómenos para una cosmoestética materialista posthumana futura” en Revista Universitas Philosophica, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, ISSN: 2346-2426 en prensa.

[4] Cfr. Werner Herzog, La conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fitzcarraldo), Trad. Ariel Magnus, Entropía, Buenos Aires, 2015, p. 189.

[5] Ibíd. p. 7.

[6] Cfr. Lilian Friedberg y Sara Hell, “Drums along the Amazon. The Rhythm of the Iron System in Werner Herzog’s Fitzcarraldo” en Stephan K. Schindler y Lutz Koepnick (eds) The cosmopolitan screen: German cinema and the global imaginary, 1945 to the present, University of Michigan Press, 2007.

[7] Donna Haraway, “The Bio-Politics of a Multicultural Field” en Primate Visions. Gender, Race and Nature in the World of Modern Science, ed. cit.

[8] Cfr. Donna Haraway, Seguir con el problema, Trad. Helen Torres, Consomi, Bilbao, 2019.

[9] Davi Kopenawa y Bruce Albert, A queda do céu. Palavras de um xamã yanomami, Trad.Beatriz Perrone-Moisés, Companhia das Letras, São Paulo, 2010, p. 63.

[10] Ibíd.p. 65.

[11] Para un análisis del problema de la imagen en A queda do céu véase Pedro Hussak, “Quatro regimes da imagem: ilusória, encarnada, dialética e xamânica” en este dossier.

[12] Davi Kopenawa y Bruce Albert, A queda do céu, ed. cit p. 111.

[13] Eduardo Viveiros de Castro, La inconstancia del alma salvaje, trad. G. David, UNTREF, Los polvorines, 2018, p. 278.

[14] Ibíd. p. 286.