Si hay algo que resulta irónico y por tanto irresistible a la hora de responder a la pregunta “¿Qué es el cine hoy?” es precisamente hacerlo ahora que, desde hace meses, ha desaparecido del panorama, al menos en su versión, si no mayoritaria, oficial. La hipótesis primera sería que el cine nunca pareció ser tan poca cosa como en este momento. Es algo informe, fantasmagórico, confuso y misterioso; un mejunje de películas que sabemos que existen pero no podemos ver, y otras que podemos ver pero no sabemos que existen, perdidas en el flujo de las plataformas y otros soportes, enfangadas. Esta es la ciénaga en la que nos bañamos desde hace casi un año, salvo contadas excepciones. Y como toda ciénaga, al bañarnos en ella nos sentimos sucios pero no del todo infelices, sin embargo.
La razón primera es precisamente por ese estado de pausa, esa ilusión de clarividencia gracias a esta moratoria no asumida, indeseada y, para ciertos sectores del cine, fatal. La razón segunda es que esa pausa, al cabo de escasas semanas, empezó a convertirse en movimiento. Plataformas creadas por filmotecas, cinematecas y otros museos, y otras menos legales, liberaron películas que hasta entonces se consideraban casi invisibles, o bien raras de ver. Obras del cine mudo, obras vanguardistas, obras extrañas, perdidas, olvidadas e ignoradas. Obras, en definitiva, exteriores al envoltorio de ese producto demasiado perfecto, demasiado enlatado que llamamos “Historia del cine”. Obras que, al fin liberadas, a nuestro alcance (más fácil que nunca, puesto que la barrera geográfica, frontera cinéfila tradicional, desaparece en este panorama), parecían prometer algo insólito: modificar los contornos de esa historia del cine oficial. O bien añadir a esa historia oficial otra, más secreta, confusa, nueva, imperfecta y, en el fondo, más real. Otra historia vivida por el cine y por su espectador y que no había sido escrita, y que por tanto era inconsciente, pura.
Pasados ciertos meses, esta visión se reveló falsa. El cine sigue siendo lo mismo, o al menos su historia. Cuando esto pase, las calles no estarán ocupadas por las malas hierbas y los animales, como en una película de catástrofes, ni el cine y su historia se habrán visto invadidos por sus abortos e hijos ilegítimos: los desheredados no habrán vuelto para reclamar lo que les pertenece. La historia seguirá siendo similar, y se seguirá contando de forma similar.
Esta decepción, sin embargo, deja lugar a un sentimiento finalmente más optimista y satisfactorio. Y es que incluso en un panorama agitado y sacudido, desastroso y caótico, hay algo del cine que nunca cambiará: el cine es sobre todo una relación íntima entre una persona y una película. Que esta relación sea doméstica o social, bañada en el mar de la actualidad compartida o en un lugar más recóndito y aislado del río del pasado, poco importa: lo que se produce entre la película y el espectador es inevitablemente íntimo, pudoroso. Lo cual tal vez no nos diga del todo qué es el cine, si no qué no es. Habíamos querido verlo como un “arte total”, en su forma (compuesta de elementos diversos) y en su difusión (concebida para un espectador múltiple); y quien dice total dice totalitario, propagandístico y absolutista. Pero no lo es. Por mucho que haya un empeño en hacérnoslo creer y tratarlo, injustamente, como tal, hay algo que el cine no es y no sabrá nunca ser: un instrumento de poder.
Fernando Ganzo