La Furia Umana
  • I’m not like everybody else
    The Kinks
  • E che, sono forse al mondo per realizzare delle idee?
    Max Stirner
  • (No ideas but in things)
    W.C. Williams
CARLOS LOSILLA / Jerry le fou

CARLOS LOSILLA / Jerry le fou

1. ¿Adónde van a parar las imágenes de nuestra infancia? No me refiero a esas que la miraron desde la pantalla, como quiso hacernos ver Serge Daney, sino a esas que nosotros escrutamos ávidamente y creímos guardadas para siempre en la memoria. ¿Para siempre? La memoria es también un objeto temporal y por lo tanto sujeto a cambios. Y más aún cuando se trata de imágenes que se movieron ante nosotros, como son las del cine. Las literarias son imágenes formadas a partir de un relato oral o escrito, las pictóricas y las fotográficas son imágenes inmóviles. Las cinematográficas, en cambio, se mueven, pero quizá a una velocidad distinta según el momento de nuestra experiencia que se cruce con ellas. Recuerdo haber visto Ordet (Carl. T. Dreyer, 1955) a los trece años y guardar en la memoria, hasta que la volví a ver algún tiempo después, una escena de la resurrección muy distinta a la que filmó y montó Dreyer, mucho más solemne, menos grácil y espontánea. En ese tipo de visión influye sin duda todo lo que sabemos de la película antes de verla y, es más, lo que hemos interpretado a partir de ello y la imagen mental que nos hemos formado. De manera que cuando vemos por primera vez una película largo tiempo ansiada, y sobre la que pesan muchas lecturas y muchas conversaciones, no vemos tanto esa película como una informe mezcla de deseos, expectativas, sombras soñadas que de repente encuentran una encarnación en la pantalla y se superponen a ella. Esa imagen no existe, pero la hacemos nuestra. Y la guardamos hasta que una nueva visión la desmiente o varía sus perfiles. ¿Cuál es la verdadera, entonces? Quizá ninguna. ¿Y de qué escribimos? De una entelequia llamada cine cuya condición móvil provoca que se agite en el recuerdo cambiando de forma incluso sin existir una nueva visión. Gilles Deleuze debería haber hablado de imagen-movimiento, imagen-tiempo y otra que es una mezcla de las anteriores, que se mueve en el tiempo, o que injerta pequeños bloques de tiempo en el movimiento que tiene lugar en nuestras cabezas tanto cuando la vemos como cuando la recordamos.

El cine depende de ese cruce de imágenes, sobre todo para quienes empezamos a ser espectadores en los años setenta. No basta, entonces, con la materialidad de la imagen, pues nuestra mirada puede proyectar sobre ella distintas subjetividades y experiencias que la transforman. El cine moderno puede que sea el resultado de esa proyección, del modo en que un grupo de cinéfilos interpretan las imágenes del pasado o se preguntan qué hacer con ellas. De la manera en que perciben sus velocidades de acuerdo con el ritmo de sus vidas. Por eso la cinefilia es una enfermedad asociada a la juventud, la energía, el impulso y el deseo. Cuando todo eso desaparece, solo queda el cine y un gran interrogante sobre el modo en que de verdad nos ha afectado. Melancolía, entonces, no de la imagen en sí, sino del modo en que la vimos, y por lo tanto lamento por el paso del tiempo, ese mismo que sigue forjando, una y otra vez, los planos y las escenas que de verdad nos importan, tanto como para volver sobre ellos una y otra vez. Melancolía de Jerry Lewis: eso es lo que me ha movido a escribir esta vez. De alguien que cruzó mi infancia, mi adolescencia, como un relámpago y sobre el que tenía pendiente volver para confirmar o desmentir lo que guardaba en la memoria. El proceso, en este caso, es el siguiente: primero el encuentro con un cuerpo distinto, anómalo, con el que me identifico por su extrañeza y al que rechazo por su hiperactividad, siendo esa mezcla la que me induce a la risa; segundo, el largo desencuentro salpicado, sin embargo, de noticias incesantes, de visiones aisladas de alguna de sus películas, de la formación de una segunda imagen en la que ese cuerpo se convierte también en una mente, la mente del auteur, pues de eso me entero durante ese intervalo, de que aquel que me había producido placer era también alguien respetable según la ortodoxia cinéfila, la misma que me llevaba a Ordet; y tercero, reencuentro después de tantos años, con la información pero también el recuerdo en las manos, para ver qué sucede ahora, si la risa puede superponerse al reconocimiento del artista, si aquella tenía que ver con este. Veo las películas y dos me llaman especialmente la atención: The Ladie’s Man (1961), la segunda que dirigió, y The Family Jewels (1965), la sexta. ¿Por qué? Sin duda por varias razones que tienen que ver unas con otras de maneras más complejas de lo que pueda parecer. Tanto The Bellboy (1960) como The Errand Boy (1961) me parecen demasiado evidentes, he leído mucho sobre su condición de obras fragmentarias, sin trama, simplemente una acumulación de escenas que hacen una película. El cine moderno. Jerry Lewis y el cine moderno según la ortodoxia. De The Nutty Professor (1963) y The Patsy (1964) se han dicho demasiadas cosas, se dice que representan la cima de la carrera de Lewis como director y que a partir de ahí empezaría la decadencia, sobre todo a partir de la negra visión de Hollywood que proporciona The Patsy y dejará paso al desconcierto que muestran Three on a Couch (1966), The Big Mouth (1967), One More Time (1969) y Which Way to the Front? (1970), con la que termina la época que en realidad debería haber acabado con la película invisible, con esa gran incógnita que es The Day the Clown Cried (1972). El regreso, en los ochenta, será otra cosa, una especie de laboriosa excavación en el pasado en busca de viejas glorias, que da como resultado unos cuantos espasmos de creatividad desesperada, un proceso que se refleja ya en los títulos: Hardly Working (1980) y Smorgasbord (1983). Por lo tanto, The Ladie’s Man y The Family Jewels me quedan descolgadas, les atribuyo un significado que quizá no tengan pero que para mí resulta evidente y casa con mis intereses: son obras de transición, proclamo, o por lo menos intentos de hacer algo nuevo que van a provocar un retroceso a terreno más conocido o más convencional, tanto en lo que de “convencional” pueda tener la industria (The Nutty Professor, Three on a Couch) como en lo que de “convencional” puede tener la obra de Lewis (The Errand Boy, The Big Mouth). Luego me doy cuenta de otras dos cosas. Por un lado, The Nutty Professor es la única de las películas de Lewis a la que le he ido siguiendo el rastro a lo largo del tiempo, hasta culminar en la cita de las Histoire(s) du cinéma de Godard. Por otro, al contrario de lo que sucede con ella, lo cual la expulsaría de mis intereses ahora mismo, tanto The Ladie’s Man como The Family Jewels habían creado una sola imagen, respectivamente, en mi memoria: la casa de muñecas y el disfraz.

2. The Ladie’s Man responde perfectamente a las características que los exegetas de Lewis han contrapuesto en su cine. La ingenuidad del cartoon, heredada de Frank Tashlin, se refleja en colores de una pureza irreal, en superficies planas y homogéneas, en decorados que parecen perfilados con tiralíneas y luego rellenados con una paleta cromática sin mezclas. Pero, sorprendentemente, ese mundo sin relieves está repleto de recovecos, de objetos que ocultan otros objetos, de paneles que se desplazan para que aparezca otro escenario, de puertas que se abren incesantemente en una inquietante mise en abyme. El barroco lewisiano se levanta sobre este contradicción, pues mientras la apariencia remite al pop art, a poco que se profundice en ella emerge el caos de las formas. Del mismo modo en que Lewis destruye los decorados o las situaciones, su cámara deconstruye la sintaxis clásica, la hace tan evidente que pulveriza su presunta eficacia como creadora de sentido. Y mientras eso, en 1961, significa un entrecruzamiento inesperado con los orígenes de la modernidad, en 1965 coincide con sus primeros síntomas de agotamiento, con la renuncia a la radicalidad. Pues The Family Jewels superpone imágenes e imágenes para ir en busca de una imagen pura que en realidad no existe, pues tras cada máscara existe siempre otra. Rectifico: quizá no tanto “una imagen pura” como aquello que está detrás de la imagen. The Ladie’s Man construye un decorado fantasmal y opresivo del que no se puede escapar. The Family Jewels lo fragmenta en un recorrido igualmente claustrofóbico que regresa al inicio para revelar su lado oscuro. En la primera, un estudiante recién licenciado descubre que su novia quiere a otro y se refugia en la ciudad, en una casa llena de mujeres que esperan a ser llamadas por Hollywood, aspirantes a actrices que viven bajo el control de una ex cantante de ópera. En la segunda, una niña bien y su criado se ven obligados a recorrer distintos territorios donde viven los tíos de la pequeña, uno de los cuales, a su elección, deberá ocupar el lugar del padre muerto. The Ladie’s Man empieza con el preludio de un viaje que se presume liberador y termina con un hombre y una maleta que ya no pueden moverse, que ya no pueden ni quieren salir de esa casa encantada: Herbert H. Hebert (Lewis) intenta huir por enésima vez y en esta ocasión nadie se lo impide, por lo que será él mismo quien decida quedarse. The Family Jewels empieza con el rostro impoluto, limpio de maquillaje, de Willard (Lewis), mientras frustra un atraco sin darse cuenta, y termina con la máscara de payaso –en realidad la del tío Everett, el clown que manifiesta odiar a los niños— que utiliza para usurpar la personalidad del pariente y poder llevarse a la niña. Juego macabro que vuelve a hacer de Lewis el esclavo de una mujer, como en The Ladie’s Man lo es de muchas. Pero, sobre todo, que lo hace esclavo del disfraz, como en The Ladie’s Man acaba esclavo del decorado. El cine se muestra con él tan tirano como lo hizo conmigo desde el momento en que tenía esos dos recuerdos. Deseando salir de los atributos del cine clásico, deseando revelarlos como lo hará el cine moderno europeo, Lewis queda por dos veces prisionero de sus poderes mágicos. La primera vez no dejará de cejar en su empeño. La segunda supondrá la anticipación de su derrota.

En The Ladie’s Man, al dejar ver sus entrañas, la casa se revela un lugar en el que cualquier situación resulta artificial. Nada de raccords que hagan creíble el paso de un plano a otro, incluso de una escena a otra. Nada de paredes, nada de muros, nada de secretos tras la puerta. En eso, Lewis se revela en esta película tanto la antítesis de Fritz Lang como la de François Truffaut. El núcleo del arte de Lang reside, efectivamente, en dos figuras: el elemento usurpador y el espacio que lo oculta. Nos topamos con Mabuse, con el Haghi de Spione (que también se viste de payaso, por cierto), con el Jeremy Fox de Moonfleet (1955). Nos topamos con el escondrijo, con el manicomio, con el territorio incógnito. Por su parte, Truffaut es el cineasta de la mujer como objeto de deseo pero también como cómplice inadvertida en el proceso del dolor amoroso, de manera que L’Homme qui amait les femmes (1976) podría ser una versión romántica de The Ladie’s Man si no fuera porque Lewis es el cineasta anti-romántico por excelencia. Su objetivo es derribar los muros, dejar al descubierto los secretos desde el principio, dejar en evidencia el arte de la seducción como un mero juego sin sentido. En todos los casos hace falta ser otro, fingir para conseguir el amor y el sexo, y Lewis no siempre está dispuesto a ello. En The Ladie’s Man, sus diferentes encuentros con las chicas tienen lugar a lo largo de su deambular por la casa, pasando de una habitación a otra, de una situación a otra. Todo procede del artificio por excelencia, la ópera, para culminar en la televisión pasando por el cine. Cuando el equipo de televisión convierte la casa en un lugar aún más visible para todos –tiene algo de While the City Sleeps (1956), de Lang: con las oficinas acristaladas de la redacción del periódico, donde se pierde toda privacidad, pero también con la intromisión de la televisión como instrumento de control–, el cine empequeñece y Lewis se ve superado por otra fábrica de espectáculo aún más opresora que el Hollywood de The Errand Boy. Truco para conseguir mi relato: comparo con Lang y Truffaut, con otros dos cineastas que tienen una relación conflictiva con la modernidad, que son predecesores o destructores. Lewis me sirve porque está ahí en medio, porque proviene de un sitio para desplazarse al otro: su primera película coincide en el tiempo con la última de Lang (1960: The Bellboy y Der Tausend Augen des Dr. Mabuse) y la que cierra su carrera como director con la que clausura la de Truffaut (1983: Smorgasbord y Vivamente el domingo). Otro truco del analista: utilizar la cronología para manipularla, pues son muy distintas las condiciones en que unos y otros empiezan y acaban sus filmografías. Y sin embargo, la historia (del cine, en este caso) tiene ese lado azaroso que también produce significado, por lo menos desde la experiencia personal: para mí lo que cuenta es que fue en 1983 cuando vi las dos últimas películas de dos cineastas sobre los que ahora vuelvo para encontrar inesperadas conexiones.

3. La figura retórica preferida de Lewis es la interrupción. Sus simulacros de trama se interrumpen para dejar paso a otra cosa, las digresiones son abundantes, incluso los gags se arman según ese principio. Es habitual, en este último caso, una larga elaboración del mecanismo que debe provocar la risa para culminarlo abruptamente, como si se tratara de un esbozo. El propio rostro de Lewis como actor cómico es una constante sucesión de apuntes, en el sentido de que se niega a adoptar una única máscara (en la tradición del slapstick o de la comedia clásica) para mutar constantemente unos rasgos que se retuercen, tan pronto adoptan una apariencia de idiocia supina como proceden a la imitación de estereotipos de otros géneros o recurren a una absoluta catatonia de la expresividad. Nunca sabe qué ha sucedido, señala a un sitio o a otro como buscando una razón que el espectador conoce perfectamente: Lewis es incapaz de encontrar el equilibrio con su entorno porque nunca sabe dónde está ni quién es. A diferencia de Chaplin, a quien tanto admira, no reformula el decorado, no revierte su puesta en escena inicial, sino que interrumpe su discurrir de manera que el flujo de lo social pierde su continuidad. Son frecuentes las escenas en las que Lewis rompe el discurso de su interlocutor, o de alguna conversación en la que no interviene, para que se produzca un silencio embarazoso, para que todas las miradas se vuelvan hacia él, para que el universo que lo circunda deje al descubierto la fragilidad de sus convenciones, de los hilos que lo urden, no tanto frente al caos, como suele ser habitual en el cine cómico, sino ante una actitud desconcertante que congela el momento para que veamos, al descubierto, la artificiosidad del mecanismo.

Por eso The Ladie’s Man es una película que sucede en sus propias entrañas, en el interior del simulacro y del cine. Todas esas chicas, reconstruidas casi de una manera frankensteiniana a partir de los estereotipos de la moda y el glamour, aparecen metidas en sus habitaciones-caja, como muñecas únicamente ofrecidas en sacrificio al voyeurismo del espectador, que también es el propio Herbert/Lewis. Podría decirse que Lewis, a través de Tashlin, concuerda con algunos hallazgos de la primera etapa de Godard utilizando la misma estrategia: la dislocación del universo clásico a través de su detención en el tiempo, de manera que la instantánea resultante es un espejo deformado, una visión siniestra de aquello que lo pone en marcha. En este punto mi memoria infantil de Lewis y mi memoria ya adolescente de Godard adquieren una extraña sintonía, también se congelan en un tiempo indefinido. ¿Qué otra cosa es el rostro de Belmondo sino, de nuevo, una torsión del rostro clásico? Lo que Lewis se dice a sí mismo, Godard se lo dice a Belmondo. Las muecas frente al espejo o frente a Jean Seberg en À Bout de souffle (1960) proceden de esa misma intención. Los colores de Pierrot le Fou (1965) tienen que ver con esa uniformidad cromática que el fotógrafo W. Wallace Kelley (parece un nombre de personaje lewisiano) consigue para el cineasta hollywoodiense. Incluso al final, cuando Belmondo se pinta la cara para morir como un indio, en realidad parece un payaso, quizá el payaso siniestro de The Family Jewels. Como Godard, también Lewis, entre los inicios y la mitad de la década de los sesenta, fabrica una modernidad que proviene de los restos de lo clásico. En el caso del primero, se trata de una operación de demolición por completo consciente y premeditada. En el del segundo también, pero la agresión se produce sobre el propio cuerpo, sobre la propia herencia, por lo cual resulta más dolorosa. Digamos que Herbert se queda en la casa del horror hollywoodiense, de aquello en que se ha convertido América, por lástima del destino de esa herencia y del suyo propio. Morirá con ella. Y esa muerte se producirá, prematuramente, en The Family Jewels, en paralelo al suicidio de Belmondo en Pierrot le Fou. Pero ¿en qué consiste el suicidio de Lewis? ¿Cómo empieza ese ejercicio de desaparición que culminará provisionalmente en One More Time (la única de las películas que dirige en la que no aparece como actor), simbólicamente en la invisibilidad de The Day the Clown Cried y definitivamente en la dispersión/canibalización del personaje de Hardly Working y Smorgasbord?

La primera aparición del rostro de Lewis en The Family Jewels no puede ser más pura e ingenua: detrás de las vallas de un campo de béisbol, uno de los grandes símbolos americanos, sin maquillaje alguno. Willard conserva la torpeza de los antihéroes previos, pero ahora parece mínimamente integrado, relacionado con el mundo a través de la niña que cuida. Tiene una misión y la cumple satisfactoriamente. Al final, sin embargo, todo habrá cambiado. Consigue quedarse con la niña, consigue que ella no se vaya a vivir con ninguno de sus tíos, pero ahora se ha visto obligado a ponerse el maquillaje, a asumir la personalidad del payaso sin corazón, a acudir al espectáculo para modificar la realidad. Es una derrota, es una condena, no hay escapatoria posible de la casa del simulacro, como si se tratara de una ratificación del final de The Ladie’s Man. Pero hay una diferencia. En The Ladie’s Man el vagabundeo (otra de las figuras retóricas básicas de la modernidad) devuelve al mismo lugar y deja abierta la puerta a un nuevo principio, por lo menos desde el punto de vista estético. Aún se puede avanzar más. En The Family Jewels, la interrupción constante ya no se limita a la escenografía, sino a la transición entre las escenas, a la atmósfera general, a una acumulación de elementos que llevan a la saturación, un no va más del lenguaje. Volvamos a The Ladie’s Man. Ahí se presentan los elementos de un nuevo cine. Vamos a ser capaces de desmontar el decorado, sí, pero también de transitarlo a nuestro antojo, de hacerlo nuestro, hasta el punto de asumirlo como propio. Vamos a invadirlo. Es también el final del episodio que Federico Fellini dirige para Boccaccio ’70 (1962), con el que tiene no pocos puntos en común, donde el doctor Antonio (Peppino de Filippo) termina integrándose en el universo de un cartel anunciador de leche del que emerge una imponente Anita Ekberg. El cuadrado de ese cartel es igual a la forma cuadrada de las habitaciones-caja de The Ladie’s Man, donde también Lewis queda encerrado. Se ingresa, entonces, en el universo del engaño como en una especie de sacrificio del artista para que el espectador lo descubra y desenmascare. En The Family Jewels estamos más cerca de otro Fellini, el de Giuilietta degli spiriti (1965), o del Michelangelo Antonioni de Blow Up (1966), o del Ingmar Bergman de Persona (1966). En The Family Jewels la realidad se descompone para dejar paso al vacío que hay detrás, la modernidad va demasiado lejos en su representación de la nada que se vislumbra tras la imagen.

En Giulietta degli spiriti, Fellini efectúa un cambalache propio de un mago (esos que tanto le fascinaban), hace que su personaje se pierda en las brumas de la imagen inexistente, o que sólo existe en su cabeza. En Blow Up, Antonioni deja a su protagonista a la deriva tras comprobar que no hay manera de saber qué esconden las imágenes (las fotografías que investiga también son cuadrados parecidos a las habitaciones de The Ladie’s Man). En Persona, la descomposición se produce a través de la desaparición de la máscara y la emergencia de un híbrido monstruoso que procede de la fusión de dos rostros mentirosos. The Family Jewels tiene algo de todas ellas al jugar con el disfraz de manera tan vertiginosa que al final no queda ninguna historia, ninguna verdad, pero tampoco ningún descubrimiento. La misión del proyecto moderno, que como en The Ladie’s Man consistía en abrir la caja de Pandora, se vuelve contra él y sólo deja ver el caos. Fellini presenta el rostro de Giulietta Massina, siempre asociado también al del clown (véase Le notti di Cabiria), como un rictus que finalmente se pierde en un mundo de espectros. Antonioni termina su película con unos mimos que juegan al tenis con una pelota imaginaria (de nuevo el espectáculo en su vacío absoluto), de la misma manera que Willard aparece por primera vez en la película de Lewis en busca de una pelota que ha desaparecido del campo de béisbol. Bergman recurre a una cantante de ópera (como la dueña de la casa en The Ladie’s Man) que ha perdido la voz y debe superar diferentes etapas analíticas si quiere recuperarla. Es curioso que Lewis, con The Family Jewels, se relacione con ellos no sólo en esos detalles, sino a través de algo más profundo: a la vez personaje escindido, payaso y mago en la sombra (es decir, metteur en scène, en el exterior y en el interior de la película), sufre una desintegración de la personalidad que es también la asunción de que es imposible llevar más allá el impulso de la modernidad, a riesgo de caer en la desaparición del mundo tal como lo conocemos. Todos necesitarán un exorcismo: Fellini procederá a la reconfiguración de su universo con Toby Damnit (1968), Antonioni tardará cuatro años para huir a Estados Unidos y realizar Zabriskie Point (1970) y Bergman vomitará todos sus demonios en Värgtimmen (1967). Retorno al orden, por lo menos figurativo. Pero ¿qué tipo de destrucción iconoclasta realiza Jerry Lewis en The Family Jewels?

4. El lector debe saber, antes de que me adentre en esa cuestión, que me he aprovechado de su ingenuidad en un punto importante. En otro lugar ya he hablado de ese momento, a mediados de los sesenta, en el que una cierta modernidad llega a tal extremo que se ve obligada a recular, es algo que ya tenía más o menos en mente y que se me antoja un momento importante de la “historia” del cine. Por lo tanto, mi revisión de The Family Jewels, desde el instante en que compruebo su fecha de realización, ya va encaminada a relacionarla con esos otros ejemplos que ya he estudiado. Hay un prejuicio, una expectativa que me hace ver la película desde ese punto de vista, atendiendo a ese parentesco. ¿Quiere decir eso que fuerzo la interpretación para que Lewis, el Lewis de mi infancia, pueda ahora equipararse a los cineastas que descubro después, para otorgarle ese mismo prestigio? ¿El deseo de que mi infancia, los gustos de mi infancia, se vean refrendados por el posterior impulso cultural de mi cinefilia juvenil ahora puesta en duda? Pero ¿acaso toda hermenéutica no es una violencia ejercida sobre la obra? ¿Acaso toda la historia de la cinefilia no es un forzamiento de cerrojos, los que encierran las películas en sí mismas, para dejarlas en libre circulación y relacionarlas entre sí? En cualquier caso, yo quiero ver ahí una especie de rien ne va plus de determinada representación de la modernidad, como si aquello que se inicia alegremente a principios de la década (sin ir más lejos, el desbordamiento creativo de The Ladie’s Man) llegara a un punto sin retorno que tiene que ver también con la capacidad del espectador medio, que exige una especie de vuelta atrás. En ese punto resulta insoportable la incertidumbre del final de Blow Up, la escisión del personaje llevada al límite en Persona, la desintegración de la conciencia que se produce en Giuilietta degli spiriti. Resulta insoportable también el suicidio de Belmondo en Pierrot le fou, incluso el asesinato de La Peau douce (1964), de Truffaut. Y resulta insoportable la desaparición de la identidad que propone Lewis en The Family Jewels.

Para empezar, hay una nota discordante, que ya lleva a la inquietud, a la incomodidad. Willard no pertenece a la familia de la niña y, sin embargo, se parece a todos sus tíos. En un momento dado, cuando se dice que dos de ellos son gemelos, el propio Willard muestra su extrañeza ante el hecho de que dos personas puedan ser iguales. Ahí está lo monstruoso de las apariencias, que es el tema de todas esas películas. Ahí está lo monstruoso de la representación, que nos puede hacer creer algo así, que nos puede engañar hasta ese punto. Inverosimilitud, pues, pero también interrupción, esta vez una interrupción del pacto que se hace con el espectador, y que ahora se lleva al extremo, se le pide demasiado. ¿En virtud de qué? Precisamente de una recompensa que se le promete: la risa. Pero la risa también está interrumpida en The Family Jewels, la risa del gag y la risa de la historia. Se nos pide reírnos por el hecho de que un mismo actor interprete siete personajes distintos, pero también se nos pide la admiración ante esa habilidad. Prerrogativa y exhibicionismo del cineasta y del actor que, paradójicamente, se convierte en el núcleo de la película. Pues esa semejanza, ese despliegue de rostros, se traspasa también al modo narrativo. Cada tío de la pequeña tiene su propia historia, que a su vez interrumpe la película y el sentido, desconcierta. Y se produce un bloqueo que a la vez hace avanzar la historia y la deja en punto muerto, siempre vuelta a empezar, como si nos encontráramos en varias historias distintas. Las habitaciones de The Ladie’s man han invadido la representación y la han fragmentado hasta el delirio, cambiando además el registro. A veces la película se escapa, por un simpe gag que ni siquiera puede llevar a término por completo. Mientras la niña está con uno de sus tíos, Willard para en una gasolinera y el dueño le encomienda su cuidado hasta que vuelva de algo que debe hacer. El espectador se frota las manos: la risa está asegurada. Y en efecto, Willard provoca mil y un desastres en la gasolinera, pero uno encadena con otro antes de darse final, antes de proporcionar la gratificación de su propia clausura, y todo vuelve a interrumpirse antes de finalizar. Cada pequeña historia que se monta alrededor de los tíos es distinta en tono e intenciones: el marino explica una historia de la segunda guerra mundial en un flashback que desmiente la épica de su voz en off; el fotógrafo (como el de Blow Up) se desplaza de un lugar a otro de su estudio intentando poner orden en sus representaciones, en las chicas que va a fotografiar, también introducidas en espacios como los de The Ladie’s Man; el aviador se propone a sí mismo como espectáculo en el que quizá es el episodio más inesperado; el detective se desentiende de la historia de la niña y propone empezar otra por su cuenta, con una absurda partida de billar que se celebra mientras la niña es secuestrada… por un gángster que es su otro tío y representa otro lado siniestro, aunque inofensivo, del entertainer.

¿Por qué aparece entonces, al final, Willard vestido como el único tío al que se le ha negado una historia, al payaso, sólo por declarar su mal humor, su cansancio, su deseo de huir de ese mundo de la risa que ya no soporta? Porque Willard es ese hombre, es Lewis cansado de sí mismo y a la vez deseoso de ser el mismo, algo que se le niega al tener que asumir la identidad del payaso para conseguir a la niña. Lewis no puede actuar a cara descubierta, necesita una máscara (todas las máscaras, todos los tíos) para presentarse ante su público y convencerlo de que es capaz de algo más, de cuidar de una niña, de cuidar del espectador. En la secuencia del clímax, antes de que eso suceda, se produce un anticlímax, y no sólo porque el rescate de la niña se vea interrumpido constantemente por la partida de billar, sino porque el propio Willard interrumpe su propio plan (ha llamado a todos los tíos para que le ayuden en el rescate) cuando quiere ir más allá y añadir otro gag, el del desfile, que interfiere en el final a punto de convertirse en secuencia autónoma. Todo se va ralentizando, descomponiendo. La noción de personaje, la noción de actor, la noción de escena, la noción de secuencia, la noción de trama, la noción de suspense, incluso la noción del propio gag, que es el origen de la puesta en escena de Lewis. Y yo quiero ver en eso las figuras borrosas en las fotografías de Blow Up, los personajes que se confunden en Persona, la desaparición de un mundo verosímil que se produce en Giulietta degli spiriti, la explosión del payaso-anarquista de Pierrot le Fou. Quiero verlo. ¿Adónde irán a parar estas nuevas imágenes, absueltas de la inocencia, convertidas en teoría, en construcción de un mundo en el que quiero sentirme seguro?

Carlos Losilla

REFERENCIAS

Chris Fujiwara, Jerry Lewis, Urbana-Chicago, University of Illinois Press, 2010.

Jerry Lewis, The Total Film Maker, Nueva York, Random House, 1971.

Jerry Lewis (con Herb Gluck), Jerry Lewis in Person, Nueva York, Atheneum, 1972.

Nöel Simsolo, Jerry Lewis, Madrid, Fundamentos, 1974.