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CARLOS LOSILLA / El pecado original

CARLOS LOSILLA / El pecado original

“Por otra parte, el cine es un lenguaje.” Así terminaba André Bazin uno de sus textos más conocidos, “Ontología de la imagen fotográfica”, publicado en 1945. Y, pasados los años, esa frase quizá siga siendo uno de sus mejores logros, además del resumen más perfecto que se pueda imaginar de su teoría del cine, si es que, en su caso, puede hablarse de algo parecido. Pues no se trata de que Bazin afirme, con esas palabras, que el cine es un lenguaje, sino de algo mucho más ambiguo y turbador: ¿de dónde viene la primera parte de la oración, ese inquietante “por otra parte”? ¿Y por qué todo se detiene ahí y no continúa, es decir, no explica esa “otra parte” que nos está prometiendo implícitamente? Es más, ¿llegó a explicarla alguna vez, a extenderse sobre ese particular en algún otro momento de su obra posterior? ¿Era de verdad el cine, para Bazin, un lenguaje, o se trataba de algo mucho más relacionado con la parte que se supone que explicó en ese texto, con el más acá de “por otra parte”, de algo así como ese “por una parte” que no llega a decir?

“Ontología de la imagen fotográfica” saca a la luz algunos de los temas estelares de lo que luego será la tradición baziniana, diríase que el mito de Bazin: el cine como huella de lo real, como culminación de una serie de intentos artísticos (de la pintura a la fotografía) finalmente capaz de superar los conceptos de “reproducción” y “representación” para asumir la única opción posible, a saber, la afirmación de que el cine era el mundo mismo, y de que conseguía ese propósito a través de la momificación del movimiento. De ahí, sin embargo, los innumerables equívocos que se han cernido posteriormente sobre la obra de Bazin, un cierto concepto de “realismo” que sigue ocultando algunos de los matices más nebulosos de su pensamiento. ¿Por qué consideraba “realista” a alguien como Orson Welles, por mucho que lo argumentara con la visión totalizadora que proporcionan el plano largo y la profundidad de campo? ¿De verdad el teatro y la pintura pertenecen a “lo real”, lo complementan y lo dejan traslucir a través del artificio? Y si es así, ¿cómo lo hacen? O bien, ¿cómo casa el concepto de mise en scène con esa ansia de realidad? Estas preguntas se pueden responder en uno u otro sentido, ratificando o problematizando las posturas bazinianas, pero sea como fuere acaban desembocando de nuevo en la gran cuestión, la más importante: ¿es el cine un lenguaje… por otra parte?

Los manuales sobre teoría cinematográfica acostumbran a narrar el fin de la era baziniana haciéndolo coincidir con los inicios de la semiología. De alguna manera, incluso para el cine, el universo circundante dejaba de ser una realidad para convertirse en un dédalo de signos presto a ser descifrado y descodificado. Y la labor del hermeneuta ya no debía consistir en atisbar la esencia de lo real a través de las imágenes, sino en considerarlas como un laberinto por el que debía orientarse a través de una labor de interpretación constante, sin descanso. Del reinado de la puesta en escena y del auteur se pasó al significado y el significante, y Christian Metz acabó afirmando que el cine era un “lenguaje sin lengua”. ¿Dónde quedaba, en este punto, aquel “por otra parte”, ahora que ya no había partes sino solo una doctrina común, por mucho que sus propios fieles, por ejemplo Roland Barthes, acabaran haciéndola estallar en mil y un fragmentos?

Las cosas, lo sabemos ahora, nunca habían sido ni tan blancas ni tan negras. Al enfrentarse a Le Crime de Mr. Lange (1936), de Jean Renoir, al hablar del gran travelling circular que anida en su justo centro como de la “más pura expresión de la puesta en escena”, Bazin también había acudido a una especie de estructuralismo avant la lettre, había considerado ese movimiento de cámara como un sintagma a partir del cual se desplegaba la entera construcción del film. Y al abordar todos y cada uno de los “segmentos autónomos” de Adieu Philippine (1962), de Jacques Rozier, el meticuloso Metz no pudo evitar hablar de “estilo” y “cine moderno”, incluso de situarlos como conclusión de sus minuciosos razonamientos con vocación científica, aun siendo como son conceptos más propios de la época clásica de Cahiers du Cinéma, la revista que fundaron Bazin y Jacques Doniol-Valcroze y heredaron Truffaut y Godard, que de la nueva era semiológica. El análisis fílmico, incluso la crítica, se revelaban ya sin ambages como la disciplina híbrida y ecléctica que siempre habían sido, más allá de métodos y etiquetas.

Pues, en efecto, el gran cambio vendría después, cuando Laura Mulvey, por ejemplo, a propósito de Vertigo (1958), de Alfred Hitchcock, se atrevió a identificar un travelling con una mirada, que no podía ser otra que la de James Stewart, a saber, la mirada masculina. He ahí un desplazamiento que hace historia, y que tendrá consecuencias que llegan hasta nuestros días. Y no estoy hablando de crítica “feminista”. Estoy hablando de que la circulación del sentido cinematográfico toma un desvío que la conduce a otro lugar, tan alejado de Bazin como de Metz: de la puesta en escena y de la “gran sintagmática” se pasa, sin solución de continuidad, a la creencia de que las imágenes pueden tener alguna influencia ya no en nuestra comprensión del mundo, sino en nuestra posible reivindicación de un mundo otro, distinto, mejor o más justo. No digo que esa fe no estuviera implícita en Bazin, pero no ocupaba el primer término del plano, por decirlo así. A partir del momento en que la crítica y el análisis empiezan a perder la confianza en las formas como generadoras de sentido, emerge otro tipo de ilusionismo, muy distinto a aquel contra el que Bazin había luchado. Y se trata de una ilusión que invita a participar del debate ideológico y dimitir del debate estético. Otra forma de integración fatal en el “mundo perverso embrujado y fetichista” del que hablaba Deleuze.

Laura Mulvey, con “Placer visual y cine narrativo”, se erige ahora en la bisagra de la puerta que gira para dejar entrever ese nuevo “mundo”. Sin embargo, en su caso, en el principio aún bullen las formas. Un desplazamiento de la cámara, un ojo que conduce a un corte, constituyen el inicio del movimiento. Ese decir sin decir que es la puesta en escena todavía tiene algo que decir, pero no se queda en lo dicho. Se necesita un fluir, un modo especial de entregarse a una circulación sin fin, si se quiere que el sentido tenga sentido y que no solo se quede en sí mismo, ensimismado. Los “estudios culturales”, en este sentido, son ensimismamiento puro, un mirarse narcisista que ya queda satisfecho solo con ese ojo suyo, entregado y librado al puro autismo. No es un ensimismamiento improductivo, ese que cifra en la pasividad su sentir más radical y quiere iniciar con él un vagabundeo infinito. Se trata más bien de un soliloquio que sale al exterior solo un momento y se repliega, como la lengua del camaleón que atrapa su insecto y vuelve a su guarida sin inmutarse. Cuando Bazin habla de La diligencia (1939), el western de John Ford, la define como “una rueda tan perfecta que permanece en equilibrio sobre su eje en cualquier posición que se la coloque”. Cuando las teorías “multicultulares” hablen del género, sin embargo, preferirán que esa rueda se detenga en algún punto y no se mueva: fosilizar a las protagonistas femeninas para ver cómo se aborda la “cuestión de la mujer”, inmovilizar a los indios para contemplar cómo se trata la “cuestión indígena”…

¿Se puede encontrar todo esto ya en la obra de Bazin o, dicho de otro modo, encerraba esta en sí misma su propio pecado original? Volvamos a “Ontología de la imagen fotográfica” para ver, con un poco más de detenimiento, qué deseaba de nosotros aquella “parte” que aún no era “otra”. En ese texto, como su propio título indica, Bazin apenas habla de cine, lo deja todo en manos de la fotografía, como si el cine fuera su descendiente directo. Y la fotografía, ya se sabe, detiene e inmoviliza, por mucho que también dinamice lo real a partir de la representación pictórica. La creencia fanática en la realidad, en fin, pone en juego igualmente una cierta consideración moral, o mejor, un cierto moralismo. Hay que salvar la realidad porque solo ella, a su vez, podrá salvarnos a nosotros. ¿Y no será que la puesta en escena, en la obra de Bazin, es solo un instrumento para llevar a cabo esa redención? De alguna manera, la teoría baziniana se anuló a sí misma, neutralizó el poder polimorfo de la puesta en escena hasta el punto de abrir la puerta así al significado, a la ideología, a la obligación de decir algo. Entonces ¿no hubiera sido mejor terminar con “en consecuencia, el cine es un lenguaje”? Bazin nunca nos permite que dejemos de pensar en él.

Carlos Losilla