Desde muy pronto, una parte del cine (al menos cuantitativamente, la gran mayoría) se ha considerado (a sí mismo y por parte de los demás, sean espectadores o críticos) como un espectáculo, y no ha aspirado, por lo general, mas que a entretener, distraer, hacer pasar el rato. Eso implicaba, en cuanto el metraje y la duración de las películas fue aumentando, y más aún desde que se implantó el sonido, contar una historia (cuando no tenía por qué haber sido así necesariamente) y el empleo constante de dos factores o elementos fundamentales que se tienen, además, por esencialmente constitutivos de lo cinematográfico: el movimiento y la acción. El movimiento es evidente, está en la propia palabra kino, kinema, es lo que lo distinguía al cine de la fotografía, aunque no prescribía ni su cantidad ni su velocidad. Pero ¿por qué también acción? Pues simplemente porque es lo que rellena a la vez las dos materias huecas, el doble vacío, el doble recipiente indisolublemente unido del cine: el espacio y el tiempo.
Para algunos cineastas, sin embargo, ninguna acción significa nada (y, valdría decir, no llena nada) a menos que la lleve a cabo, la padezca o siquiera la presencie, por pasiva o impotentemente que sea, alguien; sin personas (o personajes: personas ficticias, inventadas, fingidas por los actores) no hay verdaderamente historias ni hay acción que valga la pena, ni cabe más narración que la (puramente sucesiva) de meros sucesos impersonales, catástrofes naturales, crímenes sin sentido, movimiento mecánico, reacciones convencionales o de autómatas. Lo que a los directores de cine aludidos – que distan de ser todos – les importa de verdad son los protagonistas, y eso quiere decir, puesto que nadie vive normal ni permanentemente en soledad, también las relaciones que se anudan entre ellos, y que a veces nacen y se desarrollan, otras decaen o se deterioran, a veces se complican, se enturbian o se pudren, se deshacen o se rompen, y a menudo se extienden también, siquiera ocasional y brevemente, a los personajes (y actores) llamados “secundarios”, incluso a los que cabría calificar de simples “comparsas”, de los que nunca sabremos los espectadores más que lo que seamos capaces de deducir de su presencia fugitiva en la pantalla, de su manera de decir una frase (recordemos el barman de My Darling Clementine) o de mirar (el inolvidable centinela anónimo de The Birth of a Nation).
Leo McCarey, que no en vano empezó como realizador y supervisor de cine cómico, se interesaba poco o nada por la acción meramente física – es realmente muy escasa la que hay normalmente en sus películas, y nunca trepidante, ni siquiera en la muy irreverente y cómica Duck Soup (1932), supuesta película “de guerra” de los Hermanos Marx – y sólo ocasionalmente – y por muy poco tiempo – por la velocidad: prefería contemplar con calma, reposadamente, a distancia discretamente próxima, a sus personajes, tratando de averiguar o intuir lo que pasaba dentro de ellos, lo que los menores gestos externos delataban pese a su voluntad – casi siempre son muy pudorosos, o muy tímidos, y salvo excepciones como Joan Collins en Rally ‘Round The Flag, Boys! (1958), nada exhibicionistas – de esconderlo o disimularlo, e invitar a los espectadores, uno por uno (nunca como masa), a hacer lo propio, desde su respectivo punto de vista.
Es en el fondo bastante raro, por tanto, que Leo McCarey tuviera, siquiera durante unos diez años (más o menos, entre 1935 y 1945, aunque con excepciones como Make Way For Tomorrow, 1937), una carrera de cierto éxito, que algunas de sus películas de aire y pronóstico menos comercial a priori fueran resonantes e incluso duraderos éxitos de taquilla. Eran, quién lo ignora o lo olvida, otros tiempos, por supuesto. Bien puede ser que tan sorprendente fenómeno hoy hubiese sido simplemente imposible, y que, de producirse por casualidad o malentendido alguna vez, no se hubiera repetido. Como practicante de un cine a contrapelo del grueso de la tropa hollywoodense, alejado siempre de los géneros “viriles” y “de acción” – nunca hizo ni un thriller, ni un western, ni un film de guerra ni de aventuras, ni siquiera un musical propiamente dicho -, y poco a gusto con las convenciones escritas o implícitas, a las que no se enfrentaba abiertamente, sino que eludía haciéndose el distraído, y dedicándose a lo que verdaderamente le interesaba, McCarey compone una figura de rara modestia y escasa ambición, en inusual combinación con su extraordinario talento y su nada hagiográfica afición a los seres humanos, que en sus películas tienen siempre defectos, carencias y limitaciones que el cineasta no oculta ni disimula, y que tiende a equilibrar procurando que quienes actúan injusta o indebidamente sean comprensibles, y tengan también algún rasgo o gesto generoso, por lo menos un momento de lucidez.
Como tantos otros – incluso los más grandes – cineastas de su generación, McCarey no sólo no se presentaba como un artista, sino que ni siquiera admitiría ser considerado como tal, y procuraba no llamar la atención, pues deseaba concentrarla en aquello que él quería ver (y dar a ver) mejor que a simple vista, en la realidad de la vida cotidiana; necesitaba para mirar bien una lente de aumento, un laboratorio, y unos instrumentos de precisión capaces de resumir en un gesto o una mirada, una vacilación captada al vuelo o un leve parpadeo instantáneo, toda la compleja maraña de sentimientos simultáneos pero contradictorios o discordantes – a menudo desconcertantes para los propios personajes – que sacuden por dentro a una persona emocionada, sobre todo si trata de ocultar o disimular sus sentimientos, en los que tan a menudo (como en Love Affair, 1939, y An Affair to Remember, 1957) no quiere caer, a los que no quiere entregarse, a los que acaba por ceder a regañadientes, casi a su pesar y con aprensión. Es decir, necesitaba una cámara, el estudio, y unos actores afines, a ser posible muy competentes y flexibles, que supieran simplemente estar ante la cámara, y mejor aún – y esto era ya más difícil – lo bastante audaces como para atreverse a rodar sin un guión completamente terminado, o revisado día a día, improvisando acciones y diálogos sobre la marcha, componiendo la auténtica trama a partir de lo que iba surgiendo o descubriéndose durante la filmación. En definitiva, escrito con la cámara y los cuerpos mucho más que con las palabras de un guión, considerado siempre como un borrador, no como un armazón férreo e invariable, con una trayectoria predeterminada. También contaba, por supuesto, con la iluminación y el decorado, el vestuario y los objetos, la música y las canciones, y – cuando los empleaba – con el CinemaScope y el color, pero sin una intención meramente estética ni ornamental, sin atraer la atención del espectador hacia el uso que hacía de sus recursos ni alardear del partido que sacaba de ellos. Por eso sus precisos encuadres rehuían los ángulos extraños o forzados, los “marcos” y hasta la simetría, y parecían casuales o intercambiables por otros, cuando en realidad distaban mucho de serlo, y jamás fueron neutros ni indiferentes – basta mirar con un poco de atención Ruggles of Red Gap (1935), The Awful Truth y Make Way For Tomorrow (1937), Once Upon A Honeymoon(1942), Going My Way (1944), The Bells of St. Mary’s (1945), Good Sam (1948) o My Son John (1952) – y quizá por ese motivo fuera, en vida, más bien un “director de directores” (de Hawks a Cukor, de Renoir a Welles, de Capra a Ozu, de Lubitsch a Borzage, de Garnett a Stevens, son numerosos los que lo tenían por uno de sus más grandes colegas) que un cineasta apreciado e identificado por la crítica y por los historiadores. Como músico aficionado que era, McCarey era sensible a la melodía, a la armonía, a las pausas y los silencios, a los cambios de timbre y de ritmo, y tenía predilección por los tonos menores, y nula tendencia, en cambio, a las estridencias o los golpes de efecto, al estruendo y a los redobles finales.
Precisamente por eso, es importante ver las películas que hizo McCarey – no muchas, por desgracia, desde el final de la Segunda Guerra Mundial – en una pantalla de suficiente tamaño para que no se pierda una de las ventajas máximas que brindaba el cine sobre las demás artes dramáticas: la posibilidad de ver, en movimiento, a menor distancia y además en proporciones muy ampliadas, el doble mapa cambiante del rostro y del cuerpo humano. Será, sin duda, una perogrullada, pero me temo que, cuando casi todo el que contempla cine lo hace en televisores más o menos grandes – pero más chicos que las menores pantallas de los minicines -, en un ordenador, en una playstation, en teléfonos móviles, supongo que dentro de poco en la esfera o rectángulo de un reloj de pulsera, se ha olvidado o se menosprecia un factor tan fundamental como el del tamaño de las imágenes, cuyo objeto no es realmente la espectacularidad – no hacen falta el CinemaScope ni el Cinerama, ni las 3-D ni el color, bastan una pantalla cuadrada muy levemente apaisada y el blanco y negro de los orígenes – sino la ampliación que permite ver más y mejor, como no es posible ver a simple vista.
Si no se confundiesen aún persistentemente los términos, ni se juzgase todavía la importancia de una película por sus temas y argumentos explícitos o por las pretensiones o las intenciones que declaran sus autores, se habría comprendido que las películas verdaderamente materialistas no son las que profesan ideologías así calificadas o calificables, ni las más abstractas e incomunicativas, ni tampoco las que, por rechazar la interioridad de los personajes o enrarecer el diálogo, fían todo a la imagen, sino las que – opinen lo que opinen sobre cuestiones espirituales e incluso sobre creencias, sean éstas religiosas o de otro género – confían en la realidad y en los actores, que a fin de cuentas, son personas de las que lo verdaderamente importante, como materia prima cinematográfica, son los cuerpos (con su manera de avanzar o retroceder, de saltar o desplomarse, de estar tranquilos o en tensión, de escuchar o conversar) y las voces. Y entonces nos encontraríamos con que no es más materialista Bresson que Dreyer ni Straub que Rossellini, y probablemente ninguno de ellos llegue a serlo en tan gran medida como Allan Dwan, Leo McCarey, John Ford, Charles Chaplin, Ida Lupino y cuatro o cinco japoneses.
Ninguna otra consideración cuenta tanto para Leo McCarey como la parte humana de la realidad, que es el destinatario real de los afectos, y por tanto origen de toda pasión, todo drama, toda desdicha, toda hipótesis de felicidad o diversión. Es decir, si pasamos a ese modelo reducido y simplificado, a ese simulacro de vida paralela que es el cine, los actores. Frente a ellos, es secundario, si no indiferente, que asistamos a un drama o una comedia, que McCarey no consideraba como géneros contrapuestos, sino como variantes a menudo contiguas y alternativas, cuando no confundidas, en el retrato temporal de sus personajes: de hecho, es imposible saber a priori qué va a resultar, puesto que depende de cómo vea McCarey a esos actores en esas situaciones y en esos escenarios, y de lo que brote, como una chispa, de su contacto, de su roce, de cómo reaccionen y de que se lo tomen con humor o como algo trágico. El arte de lo concreto exige una porción de improvisación, una cuota de libertad imprescindible para alcanzar la verdad exacta del momento, con frecuencia del mero instante, y que es una verdad que no aspira a ser eterna ni se pretende absoluta. Y ese es, creo yo, el verdadero secreto de Leo McCarey, cineasta “transparente”, “invisible”, ¿sin estilo? Más bien, diría yo, con el doble trabajo de elaborar y estilizar y después borrar las huellas de ese esfuerzo, para que no se note ni distraiga de lo fundamental. No es tanto una cuestión de carácter – su modestia, su pudor, su discreción, su respeto hacia los demás, dentro y enfrente de la pantalla – como de interés, de lo que le inspiraba insaciable e ilimitada curiosidad, de lo que quería ver y trataba de comprender para poderlo compartir, es decir, en su caso, dar a contemplar.
Miguel Marías