Liminar
Panic in the Streets (1950) ha sido abordado lateralmente en el canon Kazan. Al mencionarlo, suele destacarse su aporte al policial negro, inscribiéndolo claramente en esa fase del film noir en que los rodajes incursionaron en locaciones reales, haciendo de las ciudades inmensos sets para el desarrollo de la acción. Pero su interés como film liminar en su producción va mucho más allá de esos rasgos.
Ante sus primeras películas, fueron comunes las críticas a Kazan por cierta inclinación a respaldarse en el dominio de sus recursos teatrales, pero ya en esta época se había dedicado a hacer su tarea en cuanto a procedimientos cinematográficos. Estudió las películas de John Ford y de Orson Welles, exploró el poder dramático de los espacios, para exprimirlos en grado mayor al que había ya dispuesto en Boomerang (1947), filmando los exteriores del film en la pequeña ciudad de Stanford, Connecticut. Para aquella courtroom movie basada en una historia real, los interiores fueron filmados en Nueva York, de modo que el devenir propio de un film de tribunal, con su drama en la sala, atenuó el impacto de esa salida a las calles. Panic in the Street encararía masivamente ese ámbito urbano a explorar, y con formidable vigor.
Sin dudas, Kazan había tomado nota de esa particular modalidad del policial que más tarde reconoceríamos como film noir, con su habitabilidad oscilante entre la seducción y el peligro. En Panic in the Streets el lugar de los hechos no es la consabida jungla de cemento con sus rascacielos, sino una ciudad a otra escala, aunque con los necesarios atributos urbanos. En esa ciudad asoma la dimensión colectiva que el cineasta se empeña en retratar, una totalidad viviente, que se resiste a ser mero telón de fondo. Hay en esta película un intento de capturar los movimientos de lo colectivo, más allá del sujeto solitario consustancial al noir con su foco en el private eye, o su mirada sobre un orden siempre tendiente a la precariedad, a duras penas regulado por una justicia y una policía demasiado falibles.
Aquí aparece, en el centro mismo del conflicto, una cuestión de sobrevivencia que activa miedos arcaicos: no sólo la de cada habitante, sino la del colectivo mismo, está acechado. Y no solo acecha el crimen, sino ante todo acecha la peste. ¿Cuántas películas de cine negro ponen en juego un miedo a escala masiva, que amenaza a la misma humanidad? Habrá que avanzar hacia el terror nuclear, que desborda los límites del género hacia lo fantástico, en el imaginario paranoico de Kiss Me Deadly (1955). Pero el terror ante el brote epidémico, yendo desde los márgenes al centro, se convierte aquí en el factor de tensión esencial que enmarca la intriga criminal del film. Su héroe debe atrapar a pequeños, aunque particularmente peligrosos criminales, quienes más allá de sus fechorías son portadores de un mal invisible e implacable, que es preciso detener a toda costa.
Ciudad
Los genéricos del film acompañan el recorrido nocturno por las calles céntricas de New Orleans. Los neones prometen comida y diversión. Y el primer plano de la acción conecta dos espacios que marcarán el decurso de la pesadilla urbana. En la parte baja de un edificio de dos plantas vemos, desde la calle, a los paseantes que entran a un local donde se entrevé, a través de la puerta, una cantante de jazz que anima la velada, un colectivo a ser amenazado. La cámara gira hacia arriba y asoma a una ventana un personaje cuyo malestar físico es patente: es el paciente cero de un brote de peste. Cuerpos infectados que será preciso detectar para detener la catástrofe.
En esa inmersión súbita al costado nocturno y peligroso de una ciudad, una frustrada sesión de póker presenta al núcleo criminal que será el centro de la espiral expansiva del bacilo. El contrabandista Kolchak lo ha traído en barco y ya manifiesta los primeros síntomas. No puede seguir jugando con sus amigos y cómplices: Poldi (Tommy Cook), Fitch (Zero Mostel) y el silencioso Blackie (Jack Palance).
Como ciudad portuaria, New Orleans está marcada por la cultura y la lengua de Francia y la fusión creole, pero también es un conector decisivo de América con África y Oriente. Lugar por excelencia de una alteridad inquietante para cualquier pretensión de homogeneidad all american. La urbe posee ancestrales escarceos con la peste a través de los brotes de cólera y la fiebre amarilla, en su historia urbana, el vómito negro. Las epidemias diezmaron la población hasta el siglo XIX, mientras la inmunización parcial, por la sobrevivencia de la clase más favorecida, acentuaba la división social. La peste está grabada en su memoria colectiva y reclama protagonismo: la ciudad es entonces mucho más que un paisaje urbano. La historia de Panic in the Streets no atañe solamente al crimen o a conflictos interpersonales, sino que interpela una dimensión mucho más arcaica: está allí en juego la sobrevivencia o la muerte masiva de sus habitantes. El pánico en las calles no remite a la violencia criminal, sino que se agudiza ante la amenaza de la peste.
Entre toda esa gente pueden estar las pistas que lleven a los investigadores a reconstruir el inicio del brote y la detención de los portadores. Afortunadamente existen la inmunización y los antibióticos, pero de no tratarse, la peste pulmonar es fulminante y altamente contagiosa en esas aglomeraciones humanas.
Kazan no se limita a utilizar espacios urbanos y de los alrededores del delta del Mississippi para imprimir mayor realismo al film, sino que incorpora en pantalla a los pobladores de la ciudad, en muchos pasajes con papeles que incluyen diálogos. Entre ellos puede verse al memorable Emile Meyer, a quien descubrió por casualidad en un pequeño teatro vocacional, pero que hasta entonces se ganaba la vida como trabajador en una cuadrilla vial. Los documentos de producción del film indican que solo viajó desde Hollywood una docena de actores y actrices para integrar un conjunto de más de un centenar de intérpretes. Gente de la calle, mayormente de clase trabajadora, pulula en pantalla todo el tiempo, y subvierte a cada paso la distinción entre figura y fondo. El puerto de New Orleans es en Panic in the Streets algo así como un borrador anticipatorio de On the Waterfront. Pero aquí la masa de trabajadores, marineros y estibadores, se apiña más activamente pugnando por el jornal cotidiano. Y más allá de los afanes de los trabajadores, la amenaza del bacilo otorga un tinte ominoso a cada hacinamiento en las barracas y los depósitos.
Realismo
Durante la reciente pandemia, muchos recordaron Panic in the Streets como ficción admonitoria. A lo largo de las décadas, su tema y tratamiento la habían convertido en una cita frecuente entre la comunidad médica puesta a ver cine y fue trabajada en unas cuantas publicaciones científicas. El realismo urbano, la mirada atenta al retrato social y su ajuste no solamente a la construcción de verosimilitud sino a un intenso efecto de real hacen que la sombra de la peste en la populosa ciudad se perciba en cada plano de conjunto.
Los mismos créditos de la película, con esa tipografía que emula una máquina de escribir, que diera su estilo gráfico a otros films de la Fox como Kiss of Death, Call Northside 777 o Boomerang, reclaman su inscripción en la crónica de sucesos. La conexión con el mundo real, tanto en la imagen visual como en lo sonoro, lleva a que la ficción se aprecie en todo momento como construida con retazos de un mundo del que toma sus insumos y que deja marcas en ella. Su premiado guion fue coescrito por Richard Murphy, quien ya había colaborado con Kazan en Boomerang, y Daniel Fuchs, otro experimentado escritor curtido en el policial negro, tomando como punto de partida una historia original de Edna y Edward Anhalt.
Si bien la partitura de Alfred Newman, desde los mismos títulos, es gran responsable de la atmósfera noir que brinda el pulso a los acontecimientos, en sus recorridos urbanos el film está insistentemente atravesado por la música que suena en las calles de Nueva Orleans, proveniente de los locales de diversión o de diversas fuentes que puntúan, a fuerza de jazz y blues, la percepción de los espacios, anticipando la atiborrada concepción sonora de Touch of Evil (Welles, 1958).
Como en Call Northside 777 o en menor escala Boomerang, la película tuvo, por la tecnología de la época que implicaba el uso de verdaderos camiones de equipo móvil para los exteriores, una considerable inversión material, y no llegó a recuperar sus costos en el estreno. Darryl Zanuck lamentó haber permitido tanta filmación en locaciones, que excedía largamente el promedio de su estudio. Pero la ciudad real, filmada, sería tan memorable como la ficción montada sobre ella.
Peste
Sobrevuela Panic in the Streets el ancestral fantasma de la peste, pero decirlo así no es más que apelar a una fórmula. Más que fantasma, se trata de una presencia física, tan implacable como microscópica. Si Europa lo ha llevado a cuestas por largas centurias, en América el temor a la peste tendió a ser algo ajeno, que venía de demasiado lejos. Pero en esta película, esa muerte negra que diezmó Europa en varias oportunidades ha desembarcado y amenaza el nuevo mundo en su forma más fulminante.
Más allá de la cacería humana arquetípica del policial y de la necesidad de detener la expansión de la peste, la película también pone en escena una disputa fundamental en que se extiende a la política local y los medios, y este desarrollo posee el sello personal de Kazan. Incluso la atención a la política delinea otro conflicto, tendido entre los intereses municipales y los nacionales: difundir o no difundir la amenaza, justipreciar los alcances del peligro, alertar o alarmar a la población. Vieja conocedora de otras plagas como el cólera o el paludismo (ante el avance de contagios, un par de profesionales locales en el film cree reconocer en los enfermos los síntomas de estas enfermedades, peligrosas aunque viejas conocidas). Pero el caso es que New Orleans puede convertirse con la peste neumónica no solo en un cementerio masivo, sino en el vórtice de expansión de una epidemia de alcances continentales.
La acción del médico Reed no solamente se opone a lo escurridizo de los criminales infectados, que para colmo no son sujetos marginales, sino que interactúan intensamente con el pueblo local. También se erige contra esa tradicional solución de “aclimatarse” a la peste que New Orleans ha planteado tradicionalmente ante otras amenazas biológicas. Contagiarse y sobrevivir, convivir con la enfermedad, versus la batalla mediante vacunas y antibióticos.
Ver hoy Panic in the Streets durante o después de la pandemia manifiesta impactantes resonancias con recientes dilemas de salud colectiva. Además de las conexiones con el reciente trauma global, la película lleva la peste hacia otros ámbitos. Si bien no termina de consolidar una alegoría en sentido cabal, el bacilo proviene de Orán, lo que acerca a Kazan a aquella peste imaginada por Camus. Cabe resaltar, como última inquietante correspondencia, que la peste neumónica sería mentada asiduamente entre las paranoias sobre el bioterrorismo en los albores de este siglo. En el imaginario que despierta Panic in the Streets, en última instancia, no se trata de salvar a un país, esa América tan problemática que atraviesa entera la filmografía de Kazan, sino a toda una humanidad en peligro por la acechanza de una bacteria fulminante. No está en juego, entonces, la defensa nacional tanto como la posibilidad de sobrevivencia ante el riesgo de la extinción, trascendiendo fronteras geográficas y humanas.
Género
En esta ficción que es a la vez ficción criminal y retrato realista sobre otro tipo de conflicto colectivo, Richard Widmark es un oficial médico del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos. Sus rivales son microorganismos capaces de infectar a la población. Interesante protagonismo para el actor que poco antes había sido el memorable asesino psicopático de Kiss of Death (Henry Hathaway, 1947). En su misión de detener la expansión de la peste, Reed debe entenderse con el capitán Tom Warren (Paul Douglas), veterano policía que tiene traumáticas razones para desconfiar de los médicos. Panic in the Streets crece también como la historia de la amistad entre ambos. Reed vive en una prolija casa de los suburbios, despegada del apiñamiento de New Orleans, con su abnegada esposa (Barbara Bel Geddes) y su pequeño hijo.
El tiempo del médico y del policía para detener la peste no se mide en días, sino en escasas 48 horas. La investigación progresa en un espacio que posee los rasgos del claroscuro expresionista y la sensibilidad hacia la ciudad real propia de la lección neorrealista, con su atención hacia los elementos corales, lo colectivo, a un fondo que se resiste a ser tal ante el predominio de la acción de los héroes. Panic in the Streets no reclama frontalmente el estilo semi-documental que aportó la verdadera Nueva York de Kiss of Death (1947) o la Chicago de Call Northside 777 (1949), donde Henry Hathaway localizó sus thrillers urbanos, con su exploración de un realismo que rechazaba el confinamiento en los sets de un estudio y literalmente encontraba el noir en las calles. Su apuesta es más oblicua. Hay un plano donde demuestra, a muy pequeña escala, esta liminaridad. En la morgue un médico forense está, en ese preciso instante, descubriendo que el cadáver que le ha llegado está infectado con la peste, y necesita urgentemente comunicar el hallazgo para frenar el brote. Unos metros atrás se entrevé la fila de heladeras para los cuerpos. A una de ellas se acerca un policía con una mujer que viene a reconocer otro de los cuerpos. Un par de pequeños gestos de ambos ante el cadáver mezclan el dolor, el espanto, el cansancio, la resignación y la inextricable mezcla de vida y muerte que renuncia a ser el trasfondo del conflicto central del film. Un detalle mínimo, lateral a la trama, sin ninguna acentuación, pero cargado de esa percepción de las emociones humanas, de los tantos que atraviesan el film.
New Orleans fue así un organismo viviente al que el director estuvo constantemente atento, registrándolo a la par del despliegue de su ficción. La puesta en escena descarta los encuadres ampulosos, más inclinada a la ubicación y la circulación de los cuerpos en pantalla, tanto a escala de grupos numerosos (en ese sentido algunas secuencias en la calle o en el puerto son demostrativas de una verdadera maestría coreográfica en el tratamiento del tumulto o la estampida) como en los planos cercanos. La cercanía de los personajes y la tensión o el estallido a la que conducen sus acciones se adueña de las imágenes con pasmosa eficacia. Kazan asimila en este film una crucial lección de John Ford que el propio Richard Widmark recordaba: el secreto estaba no tanto en mover la cámara, como en saber mover a los que estaban delante de la cámara. A su modo, Panic in the Streets es un soberbio estudio sobre el movimiento de los cuerpos en pantalla y sus velocidades. Solos o en grupos, acechándose, persiguiéndose o desplazándose en oleadas humanas.
Método
Esta película muestra un Kazan no programáticamente vinculado al célebre Method del Actors Studio, con el que se lo suele asociar casi automáticamente. Hay en ella mucha más calle que estudio, mucho más asfalto que tablas. Se trata de una exploración en estrategias actorales que conectan con su decidida salida a exteriores junto a intérpretes no profesionales y su inmersión en la ciudad real. Luego de trabajar con estrellas en sus films previos, es posible considerar a este film como el instante de un evidente movimiento en Kazan, no tanto hacia la incorporación masiva del método en su cine, sino hacia la asimilación de diversos elementos naturalistas en la interpretación, reunidos con una estrategia múltiple. A la vez de trabajar con actores y actrices de procedencia diversa, Widmark, Bel Geddes, Douglas, el cineasta procedió a tomar gente de la calle, ingresarlos al encuadre y la acción dramática, incluso incorporándolos con parlamento. Mediante diferentes estrategias el conjunto muestra una cohesión admirable. Unas líneas aparte merece el debut cinematográfico de Jack Palance. Portador de un rostro “que sólo una madre podría amar” (Kazan dixit), su villano imprime a la película una dosis de violencia que bordea en términos de performance lo documental. Vladimir Palahniuk, hijo de padres ucranianos, previamente conocido como Jack Brazzo en su carrera de boxeador profesional de peso pesado hasta la Segunda Guerra Mundial, había ya reemplazado a Brando y Anthony Quinn en algunas funciones de Un tranvía llamado deseo. El rostro de Palance, endurecido por el boxeo y herido por un grave accidente de aviación en la guerra, reconstruido mediante cirugía, es presentado casi como una revelación monstruosa en la misma exposición del film, como representante de una oscuridad tan ambigua como insondable. Durante casi toda una escena se lo ve solo de espaldas, mientras la tensión en la mesa de juego crece y sus cómplices inician la persecución al enfermo que abandona la partida. Recién allí se muestra su perfil como dibujado por un Chester Gould de pésimo humor, a la luz de una lámpara desnuda.
En anecdotario del rodaje consigna que Jack Palance entrenaba para las escenas de violencia de Panic in the Streets zurrando a Zero Mostel. Menudo entrenamiento también para quien, con una trayectoria previa de comediante, iniciaba allí su trato cercano con el policial, previo a su desventura bajo el maccarthysmo. Widmark decía de Palance que era el único actor, entre todos con quienes había trabajado, que imponía un miedo físico. Esa tensión se percibe reiteradamente en el film. Como película de destacable intensidad física, cabe destacar que Panic in the Streets es también un notable estudio sobre la violencia cuerpo a cuerpo y la confrontación de velocidades en el enfrentamiento entre sus personajes. Hay aquí algo de lo más primordial a lo que la persecución en el cine apela. Panic in the Street es particularmente efectiva cuando los que se mueven son grupos humanos, con sus coreografías en el encuadre, sus desplazamientos numerosos a distinto ritmo frente a la cámara. Estos grupos son tanto o más activos que los estibadores oprimidos de On the Waterfront (1954), en la medida en que no representan un colectivo, sino que son cuerpos cercanos entre sí y en riesgo cierto ante la amenaza, no de un sindicato, sino de un germen mortal.
Etnias
La circulación de los cuerpos y los flujos migratorios en Panic in the Streets es tan material como el registro de sus movimientos en pantalla. El primer título de la película iba a ser Puerto de entrada, luego se pasó a llamar Outbreak, en referencia médica al brote de la peste. La tercera denominación fue definitiva, apuntando a la emoción colectiva y su pertenencia a las calles, el espacio por antonomasia de lo público.
En el film se entrecruza, se roza permanentemente y se hacina toda una panoplia de grupos humanos. Hay estadounidenses de ascendencia anglosajona, por cierto también hay afroamericanos, latinos, orientales. En este tejido social heterogéneo, la coexistencia e interrelación de etnias no solamente es percibida por su aspecto, su gestualidad o sus lenguas, sino por la destacada intervención de sus nombres y apellidos. Tanto entre los miembros del hampa como de la clase trabajadora con sus lugares de trabajo, de ocio o de vivienda, la policía u otras instituciones cuyo funcionamiento asoma en la película (el hospital, el ayuntamiento, el puerto), los apellidos dan cuenta de la interrelación de anglosajones, eslavos, armenios, griegos, latinos y orientales varios. Por supuesto, se trata de una ciudad portuaria. De allí todo el tiempo parten y llegan seres humanos, pero aquellos que permanecen, perseveran en una diversidad que es consustancial al retrato colectivo del film. El S.S. Queen of Nile, que trajo desde Orán al apestado Kochak, menta el origen egipcio de la plaga. La diversidad cultural es, no obstante, algo a lo que el bacilo no presta la menor atención en su poder expansivo. Pero la peste es también, en su connotación más arcaica, una maldición que debe conjurarse. El malentendido, la información o su retención, son parte del juego colectivo abierto por el brote.
Existe otra película sobre brote epidémico, casi simultánea a la de Kazan: The Killer that Stalked New York (McEvoy, 1950), una pequeña producción Columbia basada en un hecho real, donde la viruela es esparcida por traficantes de diamantes. Pero si aquella se refugiaba ante todo en el marco genérico, Panic in the Streets lo toma como plataforma de un retrato humano a escala social, y un estudio sobre una humanidad en riesgo, acechada por un peligro externo a sus males endógenos.
Fauna
Así como Panic in the Streets compone su abigarrado retrato de tránsitos y permanencias, de identidades colectivas en consonancia o conflicto y de estrategias de sobrevivencia, cuidado, violencia o poder que mucho más tarde eclosionarían del modo más programático en America America (1962), aquí una extraña animalidad emerge en los humanos que participan de esa vida colectiva. En la misma secuencia de apertura del film, instalada en un ambiente popular y nocturno, es posible apreciarla en el asedio de Kochak, el contrabandista enfermo, por parte de quienes poco antes habían sido sus compañeros de póker y ahora están a punto de ser sus victimarios. En la emboscada entre las vías de la estación de ferrocarril se percibe una violencia mucho más arcaica que la de las armas de fuego que cabe esperar en un film noir, o en todo caso la paliza profesional de un maleante. El acecho de los criminales agazapados en la oscuridad, acercándose lenta e implacablemente, dotan a la muerte inminente de una agresividad animal que da un contorno siniestro al acontecimiento. Hay aquí una violencia más primitiva que la del film noir. En ese cuerpo a cuerpo, hay algunos dispuestos a matar con las manos, o a atrapar entre sus garras, a alguien cuya vida ya ha sido tomada por un organismo mucho más primitivo aún, que lo ha convertido en inminente cadáver. Y en ese encuentro fatal, por el contacto cercano aunque finalmente se resuelta por un tiro, la muerte también pasa a los victimarios.
Similar percepción acecha ante cada forma de hacinamiento, y son numerosas, que se atraviesan en el film. Desde la proximidad inevitable en las barriadas populares, de los trabajadores del puerto ante la espera de trabajo o la inminencia de la paga, o incluso en los bares exiguos donde los espera un mínimo de ocio o reposo, que no de alegría o diversión, o en las barracas o pensiones donde se apiñan sus existencias, más allá de las diferencias humanas, son todos miembros de la misma especie, vulnerable al bacilo.
El pánico en las calles es, previamente al de la peste, también el miedo ante ese Blackie que deambula por todas partes, a quien todo el mundo parece reconocer, a quien muchos agradecen sus favores y todos temen con miedo animal. La mezcla de cuidado y agresión que campea todo a lo largo de la película posee un tramo culminante cuando el trío de criminales trata de sobrellevar la ya manifiesta enfermedad de Poldi (Tommy Cook), mientras intentan que revele datos sobre un presunto contrabando. Kazan filma al trío en apretada composición, dispone los momentos de apremio y de compasión con matices inquietantes, en una cercanía casi íntima.
La persecución climática del film se desata en una escena que invierte aquella escena paradigmática del noir en la que Widmark interpretaba a un criminal en Kiss of Death (Hathaway, 1947), arrojando a una mujer en silla de ruedas por la escalera. En este caso Widmark trata de detener a Palance y Zero Mostel, que cargan en camilla a su cómplice moribundo por la peste. Y el inicio de la persecución no es otro que el momento en que el cuerpo del enfermo es brutalmente arrojado desde la escalera del edificio, para cubrir la fuga
La brutalidad de la caída del enfermo en el camastro comienza un segmento de intensa acción física, que se desarrolla por las calles de la ciudad, luego en los depósitos del puerto y, por medio de una puerta trampa, seguirá bajo los muelles, en un cuerpo a cuerpo que culmina con un intento fútil de escapada final por parte de Blackie, el último criminal apestado y por atrapar, que intenta trepar a un barco. Termina su escapatoria precisamente como una rata, intentando subir al buque a través de una línea de amarre.
La lucha de Blackie colgado en la línea de amarre no se define contra la ley societaria, sino contra la ley de la gravedad. La imagen lleva a pensar en una dolorosa ironía: un par de temporadas más tarde, muchos llamarían a Kazan por el mote de “La Rata” luego de su delación ante la HUAC. Durante largo tiempo luego del oscuro episodio, no sería exagerado señalar que su deambular entre buena parte de la comunidad hollywoodense sería ni más ni menos que el de un apestado. Aunque en ese caso se tratase de metáforas ante una peste demasiado humana, hay que admitir que Kazan, por su cuenta, contó con intrincados y, al menos para él, eficaces anticuerpos para sobrellevar esa carga autoimpuesta. Pero en lo que a Panic in the Streets respecta, estamos un par de años antes de ese desdichado 1952. Con la caída al agua de Blackie la cacería humana ha llegado a su fin. Cuando el criminal se desploma, con humor cansino, el capitán Warren acota: “Ahora deberemos pescarlo”.
Noche/día
Además de la verificable incidencia de Ford y Welles en el estilo visual del film, este Kazan está afirmado por la mano excepcional y decisiva del gran Joe McDonald, el cinematografista responsable de My Darling Clementine (Ford, 1946) y Call Northside 777 (Hathaway, 1948), que algunos años más tarde también lo sería de Pickup on South Street (Fuller, 1953). McDonald ya había trabajado con Kazan en Pinky (1949), y luego reincidiría en Viva Zapata! (1952), y es aquí tan sustancial como el Boris Kaufmann de On the Waterfront (1954), Baby Doll (1956) o Splendor in the Grass (1963). En términos lumínicos, dos regímenes entran en conflicto en Panic in the Streets. Uno plenamente diurno, suburbano y familiar, donde vive el médico con su familia, y el nocturno, urbano y marginal de los criminales. En medio de ellos está, a plena luz del día, la ambigua luminosidad urbana del centro de la ciudad, la de los barrios populares y los muelles de Nueva Orleans, que adquiere un tinte turbio, a medio camino entre el sol polvoriento de las calles calurosas y el de los interiores oscuros para tolerar el calor, o el de los depósitos de mercadería y de los muelles, donde la luz se refleja en el agua de las orillas de los docks.
Allí reina el contraluz, o esa luz ilumina a los sujetos del film con iridiscencias ambiguas, casi en un claroscuro ondulante del cual la lucha bajo los muelles es el paradigma, como dando cuenta de un costado anfibio que ellos cultivan de uno u otro lado de la ley, o en las fronteras que separan la vida y la muerte.
Una vez resuelto el conflicto y frenada la peste, Clint vuelve a su casa suburbana, donde lo esperan su esposa y su pequeño, por poco tiempo más hijo único. Lo lleva a su casa el veterano capitán de policía, que parece haber logrado cierta paz en su vida. Clima conciliatorio y desenlace desusadamente luminoso para un Kazan que poco tiempo después ya no lograría reposar en ciertas confianzas, tanto en las instituciones de la tierra que lo albergó, como en el marco de la humanidad. Acaso el bacilo de la peste como enemigo último, filtrándose a través de los bordes del thriller, haya instalado aquí una perspectiva sobre lo humano en conjunto que justifica ese horizonte de luminosidad. Aunque consciente de la fragilidad de la vida, la luz se extiende para Kazan en ese desenlace reparatorio, alejando la noche del film noir con su alcance esperanzador.
Eduardo A. Russo