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Pinky y la cuestión racial

Pinky y la cuestión racial

Entre los diversos elefantes en la habitación ignorados por Hollywood en sus décadas de gloria, seguramente el más grande fue el racismo institucionalizado en la sociedad estadounidense, tanto el que tenía como objeto los numerosos pueblos originarios norteamericanos, mostrados la mayoría de las veces en los westerns como un “otro” difuso, salvaje y enemigo que debe ser eliminado, como el dirigido hacia la comunidad que hoy llamamos afroamericana. La anecdótica (y casi siempre subordinada) presencia de personajes de piel negra favoreció, de hecho, la aparición de un género específico en la producción independiente, los race films, orientados a un público que no se veía representado en el cine industrial convencional y realizados por directores negros, como Oscar Micheaux o Spencer Williams, pero también blancos, como Richard E. Norman. Poco espacio hubo para la diversidad fuera de ese ámbito. Los aciertos fílmicos de Hallellujah de King Vidor, a menudo citado como el primer musical all black (se adelantó por unos meses Hearts In Dixie de Paul Sloane), son tan innegables como su tendencia a los estereotipos poco afortunados. Un cineasta de extrañísima carrera, Dudley Murphy, adaptó una obra de Eugene O’Neill con un imperial Paul Robeson al frente, The Emperor Jones. Y en el clásico de John M. Stahl Imitation of Life por detrás del afecto y el negocio que comparten Claudette Colbert y Louise Beavers asomaba el drama interior de la hija de la segunda, que por el tono de su piel puede pasar por blanca y opta por hacerlo asumiendo la obligada y trágica ruptura con su madre. El personaje lo encarnaba una actriz afrodescendiente, Fredi Washington, a diferencia del remake de Douglas Sirk, en el que recaía en una actriz blanca, Susan Kohner. Son notables excepciones en un marco dominado por los roles de criadas y las figuras cómicas tipo Stepin Fetchit, que explotaban una imagen perezosa y algo bobalicona.

La situación no mejoró, obviamente, con la generalización a partir de 1934 del Motion Picture Production Code, el código de autocensura que se suele recordar por el nombre de uno de sus impulsores, Will H. Hays. Un documento para la historia universal de la infamia que, entre otras muchas cosas, prohibía expresamente la miscegenation o mestizaje, la representación de relaciones sexuales entre personas blancas y negras. El hito del Oscar a Hattie McDaniel por Gone with the Wind (Victor Fleming, 1939) expone bien las paradojas de una industria que reconocía el talento de una gran actriz al tiempo que celebraba con entusiasmo el pasado reciente esclavista. En la excepcional In This Our Life (John Huston, 1942), con Bette Davis y Olivia de Havilland como hermanas de muy desigual comportamiento y ética, McDaniel volvía a hacer una vez más de criada, pero la película ponía el foco sobre la discriminación racial a través del personaje de su hijo, Ernest Anderson, acusado falsamente de un accidente del que no tuvo culpa. Antes, en un diálogo memorable, le recordaba a De Havilland, para justificar su voluntad de estudiar Derecho, que “un chico negro puede mantener un trabajo o perderlo, pero no tiene opciones de ascender”. La película de Huston es un inteligente oasis en un Hollywood que, por la misma época, presentaba dos nuevos musicales all black, Cabin in the Sky (Vincente Minnelli, 1943), con la fabulosa Ethel Waters, y Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943), que hoy se recuerda, además de por la canción que le da título, a cargo de Lena Horne, por un número musical difícil de creer en su desafío de la física y la fisiología humana, el alucinante Jumpin’ Jive cantado por Cab Calloway y, sobre todo, bailado por los Nicholas Brothers.

Sorprende en ese contexto que en 1949 se estrenasen cuatro películas que se enfrentaban explícitamente a la cuestión racial. Por orden cronológico la primera en llegar a las salas fue, en mayo, Home of the Brave, de Mark Robson, ambientada en la Segunda Guerra Mundial y que tiene como personaje central al soldado negro Peter Moss (James Edwards), afectado de amnesia y parálisis después de ver morir en las selvas del Pacífico Sur -y literalmente en sus brazos- a su amigo blanco Finch (Lloyd Bridges). Las técnicas psicoanalíticas tan del gusto de aquel Hollywood sirven en este caso para, por medio de flashbacks, reconstruir los episodios bélicos que motivan el trauma pero también el origen de una amistad honesta y llena de complicidades -como esas palabras que se intercambian a manera de broma privada en diversas ocasiones, Charming / Delightful-, pero también incómoda en una sociedad segregada en la que el odio racista se expresa sin disimulo, como sucede con el cabo T. J. (Steve Brodie).

En agosto se estrenó Lost Boundaries (Alfred L. Werker), que al mes siguiente compitió en el Festival de Cannes y obtuvo el premio al mejor guion, escrito por Eugene Ling y Virginia Shaler a partir de un artículo de William Lindsay White sobre el caso real del doctor Albert C. Johnston, que ejerció su oficio durante años pasando por blanco hasta el punto de que su propio hijo no conoció su herencia negra hasta la adolescencia. El joven resolvió ese choque vital a través de un viaje iniciático por las raíces de la cultura negra de su país del que regresó renovado y comprometido a afianzar su formación como músico (la película, de hecho, incluye una composición suya, Guess I’m Thru with Love). Lost Boundaries introduce cambios en el relato, altera los nombres reales (los Johnston pasan a ser la familia Carter) y hace recaer esos personajes en actores blancos (Mel Ferrer, Beatrice Pearson), pero el elenco incluye, por supuesto, muchos actores negros, entre ellos nombres tan notables como Canada Lee, William Greaves (después documentalista y director de Symbiopsychotaxiplasm: Take One) o, en un papel mínimo, Leigh Whipper. La evidente voluntad didáctica no apaga el valor de un film que tiene en el conflicto del hijo el elemento de mayor interés.

Vista con ojos contemporáneos, la película que se revela más valiente en su retrato de la discriminación racial es Intruder in the Dust, dirigida por Clarence Brown, que para el escritor Ralph Ellison (Invisible Man) era la única de las cuatro “que podría proyectarse en Harlem sin provocar risas involuntarias”, la única “en la que los negros pueden identificarse completamente con su imagen en la pantalla”. Basada en una novela de William Faulkner, trata sobre un hombre negro que es acusado injustamente de un asesinato y en el camino para demostrar su inocencia encuentra la ayuda de un adolescente (Claude Jarman Jr) y una anciana (Elizabeth Patterson), capaz de calmar con su sola presencia, como Atticus Finch, el ímpetu de una turba con ganas de practicar la (in)justicia con un mechero y un bidón de gasolina. Sobre las muchas virtudes del film destaca un perfecto Juano Hernández en el rol central: muy lejos del tópico bonachón y sumiso a lo Uncle Remus, su Lucas Beauchamp es independiente y lúcido, orgulloso propietario de una casa y diez acres de terreno.

Si Intruder in the Dust alcanzó reconocimiento crítico de inmediato (la National Board of Review la colocó, junto a Home of the Brave, en la lista de diez mejores del año), fue Pinky la que tuvo mayor repercusión entre el público hasta situarse entre las más taquilleras de 1949. Con guion de Philip Dunne y Dudley Nichols, a partir de una novela de Cid Ricketts Summer, la película, producida por Daryl F. Zanuck, pudo tener como director a John Ford, quien de hecho inició el rodaje, pero el odio mutuo entre él y Ethel Waters favoreció la llegada al puesto de mando de Elia Kazan con la excusa de un herpes. Según Kazan, nada de lo que filmó Ford quedó en el montaje. Tras el plano inicial de un tren en marcha, vemos a una joven aparentemente blanca avanzando con una maleta por un camino rural, en el que se cruza con varios campesinos negros. Estamos en el caluroso sur de los Estados Unidos, un paisaje de niños descalzos y árboles escultóricos. La joven llega hasta la casa de una mujer, Dicey Johnson (Ethel Waters), que la saluda sin mirarla mientras tiende la ropa; cuando por fin se detiene a observarla reconoce a su nieta Pinky (Jeanne Crain). Parecería que no estamos muy lejos del imaginario paternalista de Cabin in the Sky, con su venerable negra cristiana y trabajadora incansable (“Creo que moriré con los zapatos puestos y esa vieja plancha en la mano”), pero la forma en que Pinky contempla el espacio con el que se reencuentra, con una mezcla de afecto y melancolía pero también de alejamiento, como si ese espacio ya no fuera el suyo, apunta a un relato mucho más complejo. Sabremos pronto que fue al norte a formarse como enfermera y que durante ese tiempo ocultó su herencia genética para “pasar” por blanca, un engaño que Dicey intuye. Le reprocha su esfuerzo por “negarse a sí misma” pero está convencida de que la nieta ha vuelto para prestar sus conocimientos médicos en la comunidad a la que pertenece. Los planes de Pinky, sin embargo, son muy diferentes; piensa que su vuelta ha sido un error y el sonido del tren que se escucha una y otra vez le recuerda el deseo de marchar cuanto antes y regresar, además, a su pareja, a la que ha ocultado su verdadera identidad. No comprende el cariño y la fidelidad de su abuela a la anciana Em (Ethel Barrymore), cuyas sábanas sigue lavando, y que para ella es solo un mal recuerdo infantil de cuando se adentró en su jardín y le ordenó que se fuera. La de Em es una casona Slave-built, slave-run and run-down ever since, construida por esclavos, mantenida por esclavos y abandonada desde entonces.

A su alrededor Pinky no ve más que pobreza y las malas artes de Jake Walters (Frederick O’Neal), un pícaro que se ha ido quedando con el dinero que Dicey le enviaba puntualmente a su nieta mientras estudiaba, pero es un intento de agresión sexual en plena noche lo que la impulsa a querer huir de un mundo que asocia a la barbarie, a un pasado que desea olvidar. Se dispone a hacer las maletas pero es justo en ese momento que la abuela entra en casa, muy preocupada por la salud de la señora Em, cuyo corazón empieza a fallar. Para Dicey es natural que Pinky, como enfermera que es, deba hacerse cargo de sus cuidados, pero esta, en principio, se niega. “Olvidé cómo era esto”, le dice, “he estado fuera mucho tiempo, he conocido otro tipo de vida. Me han tratado como a un ser humano.” Like an equal, como a una igual. Cuando deja claro que se va y que no debió volver, Dicey le hace saber que fue la señora Em quien la cuidó cuando enfermó de neumonía y estuvo a punto de morir. Una dama blanca atendiendo a una analfabeta negra. “Se quedaba aquí, en tu habitación. Cocinaba para mí, me daba de comer con una cuchara, lavaba mi cuerpo pobre y cansado. Incluso vaciaba mi orinal como una amorosa sirvienta”.

El sentimiento de culpa hace que Pinky se quede. Vestida de enfermera, entra en la casa grande, muy venida a menos pero que aún evoca ese suntuoso sur glorificado por Gone with the Wind. Hará su trabajo no por dinero, sino “por su abuela”. En el libro de entrevistas Kazan on Kazan se recoge un comentario del director un tanto displicente hacia Jeanne Crain, de la que nunca estuvo satisfecho: “Era una chica dulce, pero era como una maestra de escuela dominical. Hice lo mejor que pude con ella, pero no tenía ningún fuego. Lo único bueno de su rostro era que expresaba tan bien su falta de temperamento que parecía que Pinky flotaba a través de todas sus experiencias sin reaccionar a ellas, y en eso consiste el passing”. Lo cierto es que esa escasa energía que manifiesta el personaje es un acierto, fuese de la actriz, del cineasta o de ambos. Expresa muy bien un sentimiento de no pertenencia -quizás a ningún lado-, de alguien que se deja llevar, provisionalmente, por los acontecimientos, que cumple con pulcritud pero sin pasión sus obligaciones. Es especialmente manifiesto en su relación con Em y todo lo que eso implica, cómo se mueve por una vieja mansión que odia sin realmente conocerla, cómo habla y se comporta con ella como respuesta a un deber familiar que satisface con mínima voluntad. Em es una figura un tanto dickensiana, una anciana con mucho carácter y más bien poco simpática capaz de manejar los hilos para que sucedan las cosas que ella desea (“That’s all I ever wanted, to have my own way”: “Eso es lo que siempre he querido, hacer lo que quiero”, afirma). Alguien que sin salir de la cama parece anticipar muy bien todo cuanto las personas piensan y sienten. Cuando Pinky expone su desprecio por la vida en el sur, Em la desarma con un simple “Nadie te odia”.

Esa mezcla de confusión y frialdad en el rostro de Jeanne Crain dota de más fuerza el encuentro con su novio, el doctor Tom Adams (William Lundigan). En un monólogo declamado con extrema austeridad le revela cuál es su identidad real al dar cuenta de la vida de trabajo sin fin de la abuela. Cuando el doctor la llama “Pat”, su nombre en el norte, ella responde diciendo “My name is Pinky”. No es una declaración de intenciones, sino una simple constatación de la verdad, demasiado cerca aún del auto-odio. La aparición de una pariente interesada, Melba Wooley (Evelyn Warden), por la cual Em siente muy poca estima,  robustece el acercamiento entre la enferma y su enfermera. Incluso vemos sonreír abiertamente a la casi siempre poco expresiva Pinky. Pero a la anciana le queda poco tiempo de vida. Prepara un testamento y, horas después, muere. Es una escena muy contenida (y fotográficamente muy hermosa, un trabajo excelente de Joseph MacDonald), un plano fijo con Ethel Waters sentada al pie de la cama donde reposa la otra Ethel y, al fondo, Jeanne Crain, de pie junto al balcón por el que entra la luz y que deja la mitad del plano iluminada y la otra mitad en la oscuridad. De repente, Jeanne se acerca a la cama, se da cuenta de que la anciana ha muerto, mira a su abuela y coloca en cruz los brazos de la difunta, mientras la abuela se desploma y llora: ha perdido a su amiga. Pinky se retira de nuevo al fondo y un plano general exterior nos la muestra asomada al balcón, con su ropa blanca de enfermera que destaca sobre la casa en sombras. ¿La nueva señora de la casa, tal vez?

La muerte de Em pone fin a su compromiso y hace renacer en ella la intención de marcharse. Antes ha vivido la enésima experiencia de discriminación racial en una tienda en la que el color de la piel marca el orden de atención a los clientes e incluso el precio final del producto. Pero, en un nuevo giro de los acontecimientos que la arrastra sin tiempo para pensar, aparece el doctor Joe (Griff Barnett) para dar noticia del testamento de Em, que lega a Dicey toda su ropa (“A veces pienso que compraba sus zapatos grandes de más porque si eran de su talla a mí me apretaban”) y a Pinky la mansión y las tierras como “expresión de mi genuino respeto por ella y de mi confianza en el uso que hará de esta propiedad”, un mensaje misterioso que demuestra que la anciana sigue siendo una genial manipuladora después de muerta. La pregunta de “por qué lo hizo” envuelve en dudas a Pinky, que, en un gesto de orgullo, decide quedarse hasta aclararlo todo a pesar de saberse frágil y consciente de que tiene en contra un sistema racista. Para pagar los gastos del juicio que se avecina -los Wooley, que ansiaban la herencia, pretenden impugnar la voluntad de Em- sustituirá a su abuela en el lavado de ropa. Su novio vuelve para “intentar que recapacite”, o sea, que renuncie a los ideales que poco a poco está reconstruyendo y se convierta en una dulce (y dócil) esposa. “No puedo defraudarme a mí misma y a mi gente”, responde. “No va a ser agradable, mentirán, intentarán humillarme, se aprovecharán de todos los prejuicios”.

El proceso se resuelve rápidamente a favor de Pinky; el juez no encuentra razones para dudar de la validez del testamento. De noche, ella y su novio entran en la casa, ahora vacía. La cámara está situada en lo alto de la escalera central, Tom pasea por el vestíbulo e inspecciona muebles y otros detalles, como si evaluara el dinero que pueden obtener por su venta. Suben la escalera y entran en la habitación de Em. Tom lo tiene todo planeado: irán a vivir a Denver, no a Boston como antes, pues ha aceptado un trabajo en una clínica de allí. “La publicidad”, musita Pinky. Comprende que para él nunca resultará plenamente aceptable que ella sea quien es y ansía empezar una vida en otro lugar donde sea más fácil la negación de la identidad de su amada. Comprende, también, las razones de Em: la casa es una manera de que ella se reconozca y deje de huir. “Estoy harta de mentir (…) Soy negra, no puedo olvidarlo y no puedo negarlo. No puedo pretender ser otra cosa y no quiero ser otra cosa”. En su despedida de Tom, y de una etapa de su vida, deja una sentencia que lo resume todo: “No puedes vivir sin orgullo”.

La pregunta de qué quería la señora Em se contesta mediante una elipsis: la casa es ahora una clínica y una escuela de enfermería comprometida con la comunidad negra. El plano final muestra a Pinky haciendo sonar la campana del centro, aferrada a una columna (como tantas otras veces, constantemente la vemos abrazada a postes o árboles en busca de apoyo y protección), y dirigiendo su mirada al cielo.  

En Kazan on Kazan el director confiesa que “lo más memorable de hacer la película fue la fiesta de final de rodaje” y que Ethel Barrymore era de las pocas cosas que le gustaban en ella. Sin embargo, y aun asumiendo las limitaciones del momento en que fue hecha, Pinky es una obra fundamental en la aceptación por parte de Hollywood del racismo como un hecho que ya no se puede omitir, típicamente virtuosa en su manejo de los recursos del sistema (casi toda la película está filmada en estudio, incluso algunos exteriores que no lo parecen), con un brillantísimo elenco (Jeanne fue candidata al Oscar como actriz protagonista y las dos Ethel como secundarias; en el caso de Waters era la segunda persona afroamericana nominada al premio) y menos conformista de lo que a primera vista se podría dictaminar. Es justo reconocer la audacia en la construcción del personaje de Pinky, que no es ni pretende ser una heroína de una pieza, y su evolución desde la renuncia casi despreciativa del principio hacia la autoafirmación final. Pero también, convendría decir “sobre todo”, en la idea de imaginar una amistad, aunque esté más narrada con palabras que expuesta en imágenes, entre Dicey y Em, dos mujeres de contextos vitales muy diferentes entre las que se ha tejido una sororidad inquebrantable, al mismo tiempo pública y oculta, como si la suya fuese una lealtad confinada entre las paredes de una gran casa que se ha ido apagando lentamente. Es ejemplar en ese sentido la secuencia en la que Em le pide al doctor Joe que valide su testamento, un bloque de casi tres minutos que sólo al final desvela que Dicey estaba allí en todo momento, sentada en silencio, aunque no la viéramos. Quizá siempre ha estado allí, donde tenía que estar, sin pedir nada a cambio, sin que nadie la viera. ¿Qué otra cosa es, a fin de cuentas, la amistad?

Martin Pawley

Fuentes utilizadas:

Kazan on Kazan. The Master Director Discusses His Films. Interviews with Elia Kazan. Jeff Young. Newmarket Press New York, 1999.

Ethel Waters. Stormy Weather. Stephen Bourne. The Scarecrow Press, Inc, 2007.