Cuando Joan Bennett hizo su primera película con Fritz Lang, el filme anti-nazi Man Hunt (1941), la actriz norteamericana había dejado atrás su idiosincrático peinado corto, de color rubio platino, que había marcado su imagen a lo largo de los treinta. En aquella década, Bennett se había hecho popular interpretando a hermosas (y un tanto pícaras) ingenuas como la Amy March de Little Women (George Cukor, 1933), aunque su papel más recurrente solía ser, en palabras de Carlos Losilla, “el de la working girl desvergonzada y directa”1 . A inicios de los treinta, la versión rubia platino de Bennett trabajó con Raoul Walsh en tres películas, y al menos en dos de ellas el cuerpo de la actriz constituye la sede central del desbordamiento erótico que caracterizó al Hollywood pre-código Hays. En el atípico western Wild Girl (1932), Bennett es Solomy Jane, una tomboy de manual (arquetipo que Mary Pickford había perfeccionado casi dos décadas antes), una jovencita que recorre descalza los frondosos bosques californianos vestida con pantalón vaquero corto y una camisa masculina. En una escena insólita, Solomy está bañándose desnuda en el río acompañada de un grupo de niños, a los que vemos salir del agua y correr por el bosque, alegremente y con el trasero al aire, camino a casa. Walsh filma la espalda descubierta de Bennett desde diversos ángulos, una desnudez femenina que podría ser tan inocente – relacionada con ese entorno natural que la envuelve – como la de los niños que la acompañaban, si no fuera por la mirada de los dos hombres – que emula el punto de vista voyeurístico de la cámara de Walsh – que aparecen en la escena: el del desconocido (Charles Farrell) que más adelante se convertirá en el interés amoroso de la joven, y que se marcha azorado, no sin antes juguetear torpemente con la ropa interior de la chica abandonada en la orilla, y el del poderoso Phineas Baldwin (Morgan Wallace), que inicia una agresión sexual que Solomy detiene con una contundente bofetada.
En Me and My Gal (1932), Bennett cristaliza el arquetipo de “working girl desvergonzada” que, en la década siguiente, la versión morena de la estrella transformará, bajo la atenta mirada del monóculo de Fritz Lang, en algunas de las encarnaciones más célebres de la femme fatale del noir. En una escena del filme de Walsh, Bennett, que interpreta a Helen, una descarada camarera, recibe en su apartamento a su pretendiente, un policía interpretado por Spencer Tracy. Tras despedir al padre de la chica -cuya apresurada marcha está provocada por un significativo guiño de su hija, filmado en primer plano-, ambos inician un ritual de cortejo que empieza con Bennett jugueteando con el sombrero de Tracy y atravesando la habitación emulando cómicamente el modo de caminar del policía para poner una música alegre en el tocadiscos. Walsh filma el cuerpo erguido, vertical y esbelto de Bennett en plano general, pero corta a un plano medio de Tracy mirando con una media sonrisa fuera de campo (de nuevo, la mirada del personaje masculino dentro de la diégesis corresponde al punto de vista de la cámara) antes de volver a mostrar el cuerpo de la actriz, provocadoramente doblado hacia delante, inclinado frente al tocadiscos, en una posición semi horizontal que muestra su trasero (en un plano general que tiene el impacto de un primer plano) mientras empieza a contonearse juguetonamente al ritmo de la música. Esa imagen, tan explícita en su carga de sugerencia erótica, va seguida, como no podía ser de otro modo, de una imagen de intimidad de la pareja que destaca ya por una provocadora y absoluta horizontalidad: primero es él quien se tumba en el sofá, apoyando su cabeza sobre el regazo de ella, pero en unos planos posteriores, y tras un pequeño estirón de Tracy, el cuerpo de la joven oscila levemente hasta que cae desplomada en el sofá junto a él. Es una imagen insólita, imposible de replicar en el Hollywood que, a partir de 1934, estaría fuertemente influido por la censura impuesta por el Código de Producción, pero lo que resulta interesante de la escena es la sensación de que es el impulso (¿la necesidad?) de Walsh de filmar el cuerpo de Bennett, así como la transformación que éste atraviesa a lo largo de esta larga y tierna escena amorosa, lo que dirige la puesta en escena: de la verticalidad de ese baile juguetón en plano general, en el que ella está desplegando ante su pretendiente una performance de seducción, a la caída (una suerte de abandono físico y simbólico) en el sofá que precede a ese muy indecoroso -para los estándares morales del Código que la industria impondría solo dos años después- plano medio de ambos en el que la horizontalidad de sus cuerpos parecen el prolegómeno de un acto sexual que se sintetiza en un (no tan) casto beso. Una horizontalidad que, según Losilla, sería indecorosa tanto a nivel moral como a nivel de puesta en escena, al menos según las normas de una industria que estaba intentando instaurar una cierta homogeneización de formas que desembocará en lo que David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson denominan el estilo clásico de Hollywood: “La horizontalidad no está bien vista ni siquiera en un sentido estético, por lo menos hasta que la industria generalice el uso de la pantalla panorámica, mucho después, en los años 50”.
Verticalidad, oscilación, caída y horizontalidad. Modos de mostrar un cuerpo, el de Joan Bennett, que, como veremos, en el cine de Lang tenderá mucho más al estatismo, y que, en una escena de Trade Winds (Tay Garnett, 1938), muestra al público la transformación estética que modificará su imagen estelar en los cuarenta. En la película de Garnett, la muy rubia Kay Kerrigan (Bennett), tras matar al hombre que provocó el suicidio de su hermana, huye de EE.UU. y se refugia en Hawái; para no ser identificada, se tiñe de morena: un travelling in hacia su rostro la muestra, ya con su nueva imagen, en primer plano, mientras murmura “Adiós, Kay Kerrigan. Buena suerte, Mary Holden”. El pelo moreno le trajo, realmente, buena suerte a Joan Bennett; la entrada en la treintena de la actriz y su nuevo aspecto provocaron el abandono de los papeles de pícara ingenua (la Amy de Little Women), de adolescentes rebeldes de gestualidad masculina (El beso redentor) y de descaradas, pero en el fondo honestas, chicas de clase proletaria (Mi chica y yo). La oscuridad que adquirió su cabello encajó como un guante en la también sombría etapa que Hollywood iniciará en 1941, tras la entrada de EE.UU. en la II Guerra Mundial. El dinamismo efervescente y la ligereza cómica de esa camarera rubia que bailaba, jugueteaba y flirteaba alegremente con su pretendiente en la intimidad de su hogar, en un país y una industria distintos (antes del Código, antes de la guerra), se transforma ahora en el estatismo mortuorio y siniestro de las dos icónicas femmes fatales que encarnará a mediados de los cuarenta: la Alice Reed de La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) y la Kitty de Perversidad (Scarlett Street, 1945), ambas ejemplares y exitosas muestras de cine noir dirigidas por Fritz Lang.
La primera vez que Lang colabora con Bennett es en 1941, como decíamos, en El hombre atrapado, el sexto film que el cineasta centroeuropeo realiza en su complicado periplo norteamericano. El hombre atrapado significa, para Lang, el inicio de su colaboración con el guionista Dudley Nichols, habitual en el cine de John Ford y fundamental en la atmósfera realista de la vida en los bajos fondos que retratará Perversidad, pero, sobre todo, el comienzo de su relación artística (y si admitimos lo que afirma el biógrafo del cineasta, Patrick McGilligan, también sentimental) con una actriz a la que dirigirá en cuatro ocasiones y con la que fundará una productora, Diana Productions, en la que también participa el esposo de ésta, el productor Walter Wanger, casado con Bennett desde 1940. Sobre el papel, la película sigue la aventura de un aristócrata británico (Walter Pidgeon) que, durante un día de caza, tiene la oportunidad de matar a Hitler; aunque no lo hace, será salvajemente perseguido por los nazis. El hombre atrapado es un filme complejo de fijar a nivel genérico (combina cine bélico, cine de aventuras y cine criminal), y lo es aún más a partir de la aparición del personaje de Bennett, Jerry Stokes, la joven londinense de clase proletaria -en el guion de Nichols, Jerry era prostituta, pero la Fox y Darryl F. Zanuck forzaron su conversión en modista- que ayuda a Thorndike a esconderse de los nazis. Jerry puede verse como una suerte de personaje-bisagra entre las encarnaciones características de Bennett de los treinta -esas “working girls” descaradas- y sus características femmes fatales de los 40. Bennett combina, en este conmovedor personaje, el dinamismo y la despreocupación alegre que caracterizaba a su Solomy Jane o a Helen, la camarera de Me and my gal (una jovialidad evidente en la cómica escena que transcurre en la mansión de Lord y Lady Risborough, en la que la rigidez de estos contrasta con la total espontaneidad de la joven), con el aliento sombrío de las heroínas trágicas del cine criminal estadounidense o del realismo poético francés, prefiguraciones más o menos evidentes de las femmes fatales del noir: no es difícil ver en Jerry, con su gabardina, su boina, pero también sus inmensos ojos azules atravesados por el desamparo, a la jovencísima Michèle Morgan de Le Quai des Brumes, Marcel Carné, 1938) o, por supuesto, a la Ida Lupino de High Sierra (1941), a la que Raoul Walsh dedica un último y conmovedor primer plano-retrato al final del filme, que la convertirá en una estrella instantánea.
Según Patrick McGilligan, el cuidado primoroso con el que Lang filma a Bennett en esta película podría ser una prueba de que la relación entre ambos debió de
ir más allá de lo profesional: “The actress was able to provide a sex appeal that had been oddly lacking in his American films up till now. The care the director took in lighting, the scrutiny of the camerawork, the emocional undertow of Man Hunt -all suggested a man who was drawn to its leading lady as Fritz Lang had not been drawn since the time of Gerda Maurus”2. Es cierto que la película, que en su inicio muestra una muy masculina combinación de cine bélico con cine de aventuras, se transforma radicalmente con la aparición del personaje de Bennett, convirtiéndose poco a poco en un drama romántico de aire fatalista volcado en capturar la creciente intimidad entre dos personas, tal y como ejemplifica la insólita y tierna escena en la que, tímidamente, comparten unos fish & chips como desayuno tras su primera noche juntos. Más allá de esta deriva genérica, la presencia de Bennett dota a El hombre atrapado de una carnalidad desbordante, en la que la atracción erótica se concentra no en el cuerpo, sino en el rostro de la actriz, filmado obsesivamente por Lang. El cineasta filma a Bennett, sobre todo, en hermosos y sensuales primeros planos y planos medios, bellamente iluminados y compuestos, aunque incluye también algún plano general que la muestra de cuerpo entero: en uno de ellos, que tiene lugar en el interior de la mansión de los Risborough, la vemos recostada, apoyada contra la chimenea, mientras bromea inapropiadamente con el mayordomo, en una pose que revela una cierta tendencia al desequilibrio y a la oscilación. La última vez que Thorndike verá a Jerry será en un puente brumoso, en plena noche: un plano subjetivo de él la muestra en plano general, alejándose lentamente, con una de sus piernas ligeramente torcida y con el cuerpo inclinado hacia un lado, apoyándose en el puente. Con esta imagen de un cuerpo que tiende a desviarse de la línea recta, de una verticalidad ortodoxa, Lang parece prefigurar las futuras femmes fatales de Bennett, personajes definidos por una tendencia similar al desequilibrio, por una cierta condición oblicua que quiebra la línea vertical y que el cineasta mostrará, continuamente, en una estática, fúnebre, posición horizontal.
Tanto The Woman in the Window (1944) como Scarlet Street (1945), los dos noirs más emblemáticos dirigidos por Lang en Estados Unidos, presentan una mirada cruda y realista hacia la naturaleza humana y hacia la hipocresía de la sociedad norteamericana, a la vez que un tono onírico e irreal (no muy lejano de obras clave del expresionismo alemán como Das Cabinet des Dr Caligari (1920), que Lang estuvo a punto de dirigir) que se desliza hacia el terreno de la pesadilla (en el caso de la primera) o de la locura (en el de la segunda). En esta ambivalencia, los personajes encarnados por Bennett en ambos filmes juegan un papel fundamental: tanto Alice como Kitty son exhibidas, en un primer momento, como encarnaciones de las más profundas fantasías de esos hombres corrientes que interpreta, a la contra de sus figuraciones gansteriles de los treinta, Edward G. Robinson, para desvelarse poco después -sobre todo en el caso de Scarlet Street– como seres humanos de carne y hueso de dudosa moralidad. En cierto modo, el tono onírico o irreal de ambos filmes subraya lo que realmente son ambas películas: irónicas aproximaciones a los laberintos mentales de un personaje masculino que, atrapado en sus propias fantasías, imagina a una mujer, primero como encarnación de todo aquello con lo que sueña y, más tarde, como su reverso pesadillesco.
Lo primero que Robinson ve a Bennett, en The Woman in the Window, es su rostro surgiendo de su propio retrato, exhibido en un escaparate y que se presenta abiertamente ante sus ojos: una imagen de belleza inmutable, estática y limitada en los estrechos confines del marco -no muy distinta, por tanto, a esos primeros planos con los que Lang había enmarcado también el rostro de la actriz en El hombre atrapado– que fija su condición de fantasía, de mujer ideal, ante un Robinson aturdido (“¡No puedo haber bebido tanto!”, exclama). En Scarlet Street, el apocado contable con ínfulas artísticas que encarna el actor sonríe embobado cuando ve a Kitty, por primera vez, sentada en el suelo de la calle, recuperándose de la paliza que le ha dado su novio, Johnny; es una imagen efímera de mujer desvalida que poco tiene que ver con la personalidad real de Kitty, como pronto se revelará, pero que parece propulsar la fantasía (de protección, de autoridad) de este hombre sin atributos. Esta será, tal vez, la única ocasión en que el personaje de Robinson es situado en el encuadre en una posición de superioridad (él de pie, ella sentada en el suelo) por encima de Bennett; en la escena siguiente, cuando él la acompaña a su casa, Lang filma ya ambos cuerpos en las posiciones que van a ser habituales a lo largo de la película: Kitty/Bennett está en lo alto de la escalera, en una posición erguida pero algo oblicua, lánguidamente apoyada en la barandilla, mientras que Chris/Robinson la mira desde abajo, en la postura subordinada que caracterizará a su personaje. Esta verticalidad algo inestable, indolente, del cuerpo de Bennett, al comienzo de ambos filmes, irá mutando en imágenes que lo capturan asiduamente en posición horizontal, y que le permiten exhibir una languidez, tan sensual como decadente, de aire fúnebre. En estos noirs claustrofóbicos filmados, casi en su totalidad, en asfixiantes interiores, las camas ocupan un lugar destacado en los apartamentos de las protagonistas femeninas. Son símbolos evidentes de la promesa erótica que flota en estos filmes -alegóricamente procaces aunque, debido al código Hays, visualmente castos-, pero resulta significativo que la horizontalidad del cuerpo femenino, tendido perezosamente sobre la cama o el sofá, coincida con la caída simbólica de la protagonista dentro de la narración, con el resquebrajamiento de la imagen idealizada (fantaseada) del inicio. Aunque es una idea que se apunta ligeramente en The Woman in the Window, estalla con fuerza en Scarlet Street, un filme en el que el apodo del personaje de Bennett, Lazy Legs (“piernas perezosas”, una referencia irónica a esa posición horizontal, que denota una pasividad y una inactividad conscientes), no puede ser más sintomático. En la película, y desde que se desvelan las auténticas intenciones de Kitty -ella y su novio maltratador, Johnny, conspiran para engañar y conseguir de Chris el máximo dinero posible-, Lang filma el cuerpo de Bennett en una perpetua horizontalidad: ya sea boca abajo en un sofá (cuando escribe a Chris una falsa carta de amor que pondrá en marcha el engaño), recostada en la cama mientras Chris le pinta las uñas de los pies (una imagen de absoluta sumisión del personaje masculino tras la que late el tono provocador y el humor negrísimo presente en ciertos pasajes de la obra del cineasta austríaco) o tumbada indolentemente entre almohadones cuando lo mira con desprecio en el trágico clímax de la película. Son planos que remiten al innegable poder erótico ligado al arquetipo de la femme fatale -si la heroína del cine clásico se podría caracterizar por una cierta verticalidad apolínea, que tiende su mirada y su cuerpo hacia las alturas, es lógico que su reverso, la anti-heroína del noir, esté ligada a esa caída física y moral que mira hacia abajo y la sitúa en una posición consistentemente no erguida-, una suerte de hermosa mujer-araña tejiendo su tela en los confines de su dormitorio. Lo que es significativo, sin embargo, es que, pese a la apariencia impecable de la actriz, sean imágenes extrañamente desprovistas de sensualidad, de la carnalidad alegre y juguetona que sí percibíamos, desde luego, en los personajes que Bennett encarnó para Walsh, o incluso en el que interpretó en Man Hunt. En este noir desesperanzado, la horizontalidad del cuerpo femenino va acompañada de un estatismo figurativo de aire mortuorio que sustituye la calidez de la promesa erótica por una gelidez y un distanciamiento emocional que parece presagiar, de hecho, la tragedia final: no puede ser casual que Kitty acabe siendo asesinada, justamente, en su cama, acuchillada salvajemente -en Lang, la violencia siempre es cruda, rápida e inesperada- por Chris. Ese estatismo figurativo está presente en la puesta en escena de Lang, que apuesta por un realismo onírico en el que los personajes parecen en ocasiones flotar en un rígido estado de indeterminación, pero también en la interpretación de Bennett, un prodigio de actuación-dentro-de-la-actuación en la que vemos a Kitty entrar y salir del papel a su antojo. En ocasiones, sobre todo en las escenas oscuramente cómicas que comparte con Dan Duryea, Bennett despliega la personalidad juguetona y un tanto infantil -aunque, en esta ocasión, añadiendo un toque malicioso anteriormente inexistente- de sus working girls previas, pero en presencia del personaje de Robinson parece construir de forma autoconsciente el rol de mujer misteriosa y seductora característico de la femme fatale, en un juego cruel de acercamiento -cuando quiere conseguir algo de él- y distanciamiento -cuando él pretende intimar, infructuosamente, con ella- que se transforma, en pantalla, en una oscilación continua entre la aparente relajación y la súbita tensión -reflejada en ese estatismo al que nos referíamos previamente- del cuerpo de la actriz. Decíamos que Scarlet Street -que Nichols escribió partiendo de la novela La chienne, de Georges de La Fouchardière, que Jean Renoir, a su vez, había llevado ya al cine en 1931- es un filme que pone en escena una fantasía masculina (la posesión de una mujer hermosa, que el protagonista pretende conseguir tanto erótica como simbólicamente, con su obsesión de pintar el retrato de ella, de fijarla para siempre en los límites de un marco), así como su resquebrajamiento. El fin de esa fantasía lleva al asesinato y a la locura, pero también deberíamos preguntarnos si el modo autoconsciente en el que Bennett encarna a esa femme fatale, el modo en que evidencia que su aura de mujer misteriosa, lánguidamente recostada sobre sábanas de seda, no es más que una construcción que responde a unas expectativas masculinas (Kitty performa ante Chris lo que él espera que ella sea, no lo que ella es realmente), no impulsa también un cierto resquebrajamiento del arquetipo. Hay así un encaje que podríamos definir como pluscuamperfecto entre el cineasta y la estrella que, no lo olvidemos, era también la productora de la película: la autoconciencia con la que Bennett encarna a Kitty, el modo en el que, al entrar y salir con facilidad pasmosa del personaje (con esas oscilaciones instantáneas entre distensión y tensión corporal), evidencia la artificiosidad del arquetipo de la femme fatale, encaja a la perfección con la distancia irónica -y también muy autoconsciente- con la que Lang se acerca (¿parodia, incluso?) los códigos del género criminal estadounidense, en general, y del noir, en particular. Una mirada distanciada que corresponde al punto de vista de un cineasta emigrado, de un extranjero en tierra inhóspita, que utiliza el género como excusa para lanzar una radiografía cruel, y no exenta de un humor negrísimo, de la sociedad (y de la industria) que lo acogió a regañadientes.
El rastro de Raoul Walsh está presente, de forma evidente, en el cine de Peter Bogdanovich, director ligado a las diversas corrientes autorales que atravesaron el cine norteamericano desde finales de los años cincuenta hasta bien entrados los setenta. Bogdanovich, crítico de cine y programador antes que cineasta, fue uno de los firmantes del manifiesto del New American Cinema impulsado, entre otros, por Jonas Mekas, y formó parte también del llamado New Hollywood, esa generación de cineastas cinéfilos influidos tanto por los creadores del Hollywood clásico como por las nuevas olas europeas. Hasta en dos ocasiones –Nickleodeon (1976) y The Cat’s Meow (2001)- a lo largo de su carrera, Bogdanovich se basó para construir sus relatos en anécdotas e historias que le contó Walsh durante una serie de entrevistas que se publicaron en el volumen compilatorio (que incluía entrevistas con otros quince cineastas del Hollywood clásico, entre ellos Fritz Lang3) Who the Hell Made It?: Conversations With Legendary Film Directors. En Nickleodeon, una mirada retrospectiva y cómica, atravesada por la fisicidad del slapstick, a los humildes y estrambóticos orígenes de Hollywood, Bogdanovich incluía anécdotas extraídas literalmente de sus conversaciones con Walsh que luego el propio cineasta explicó en detalle en su autobiografía.
En Nickleodeon no aparece uno de los rostros habituales del cine de Bogdanovich, Cybill Shepherd, y una de las posibles razones podría residir en las terribles críticas que habían recibido las dos últimas películas del cineasta protagonizadas por ella, cuyas interpretaciones también fueron pobremente valoradas: Daisy Miller (1974), extraordinaria adaptación de la novela del mismo título de Henry James, y At Long Last Love (1975), un burbujeante musical-homenaje a las canciones de Cole Porter. A lo largo de los setenta, Bogdanovich trabajó con una suerte de troupe de actores y actrices (Shepherd y Ryan O’Neal fueron los más recurrentes, pero también reincidieron, en al menos un par de ocasiones, Eileen Brennan, Cloris Leachman, Tatum O’Neal, Madeline Kahn o Burt Reynolds) que aparecían de forma constante en su obra; una estrategia, la de la creación de una suerte de compañía estable en torno al cineasta, que emula tanto a los modos de trabajo de grandes autores europeos de la modernidad (Bergman y Fellini, sobre todo, aunque también Truffaut o Godard), como a las repetidas colaboraciones director-estrella que el sistema de estudios propiciaba en la época del Hollywood clásico, y que tiene como posibles ejemplos las reiteradas colaboraciones de Raoul Walsh con actrices como Ida Lupino, Virginia Mayo o Joan Bennett, o el ciclo de películas seguidas que Fritz Lang hizo con esta última a mediados de los cuarenta. Esta influencia ambivalente -la de los creadores de la edad dorada de Hollywood y la de los reputados autores de la modernidad- conforma profundamente el cine de Bogdanovich y se galvaniza, de forma extraordinaria, en las colaboraciones con Shepherd, quien, como veremos, constituye un caso tal vez no tan inusual -¿no podríamos decir lo mismo del modo en que Godard filma a Jean Seberg o, sobre todo, a Anna Karina?- de una actriz que encarna un arquetipo femenino netamente moderno, pero que es filmada, insistentemente, por el cineasta/amante, con la fetichización obsesiva que las cámaras (y los directores) del Hollywood clásico mostraban hacia los rostros de mujeres hermosas. Esto es evidente, sobre todo, y con matices, en The Last Picture Show, aunque esta fetichización se resquebrajará – como el arquetipo de la femme fatale se resquebrajaba en Scarlet Street gracias a la interpretación de Bennett- en la extraordinaria Daisy Miller, un filme rodado a partir de elocuentes primeros planos que versa, de nuevo, sobre una fantasía masculina que, al no poder cumplirse -y aquí tiene mucho que ver la obstinada resistencia del personaje femenino a encajar en los estrechos límites de esa imagen idealizada-, acabará también en tragedia.
La primera vez que vemos a Cybill Shepherd en The Last Picture Show -un filme que, con solo 20 años, la convirtió en una estrella instantánea, y a Bogdanovich en un cineasta de prestigio- es a través de un plano subjetivo, el de Sonny (Timothy Bottoms), sentado no por casualidad en una sala de cine, en la fila de butacas situada justo detrás de la de la chica y su novio, Duane (Jeff Bridges), amigo de Sonny. Justo antes, Sonny contemplaba, extasiado, el primer plano que emanaba de la pantalla: el de Elizabeth Taylor, con el rostro hermosamente iluminado, en una escena de Father of the Bride (Vincente Minnelli, 1950). Bogdanovich parece reemplazar el primer plano de Taylor por el de Shepherd, quien aparece de esa manera, ante los ojos enamorados de Sonny -y, posiblemente, del propio cineasta, quien durante el rodaje inició una relación sentimental con la actriz que se alargaría hasta 1976-, como una encarnación terrenal de la belleza y la fotogenia características de las estrellas del viejo Hollywood. Esto es aún más evidente en los planos inmediatamente posteriores: Bogdanovich filma los mecánicos y desapasionados besos entre Sonny y su novia con un plano frontal y una luz mortecina, mientras que el beso entre Jacy (Shepherd) y Duane -iluminado de forma glamurosa, y enmarcado en un bello encuadre que resalta las facciones de la chica- encarna esa visión idealizada de la pasión y el deseo heterosexual que Hollywood había perfeccionado desde la época de Greta Garbo y John Gilbert. Bogdanovich filma, pues, a Shepherd con ese interés por la composición de un cierto retrato femenino que mostraba Walsh al filmar a actrices como Joan Bennett o Ida Lupino, pero sobre todo, con esa mirada apasionada que lanzaba Lang sobre el rostro de Bennett en Man Hunt. Jacy no es, sin embargo, un personaje que pueda adscribirse a un arquetipo clásico -ni femme fatale, ni chica caída con corazón de oro- porque The Last Picture Show es, ante todo, un drama realista y autobiográfico que lanza una mirada melancólica sobre las vivencias juveniles de sus autores (Bogdanovich, pero también Larry McMurtry, el guionista) en un pueblo perdido de Texas, y que no puede relacionarse, directamente, con un género. Jacy es, como las heroínas juveniles que poblaban el cine de la modernidad, un enigma para los chicos que la rodean, una suerte de fille fatale -como Jean Seberg en À Bout de souffle, o Anna Karina en Pierrot le Fou– definida por su movilidad (la veremos en diversas ocasiones conducir ella misma el coche), su autonomía y su libertad a la hora de elegir a sus compañeros sexuales; algo que no provocará la muerte del personaje masculino, como en los casos anteriormente mencionados, pero sí la defunción de la amistad entre Sonny y Duane. Hay algo de las imágenes vinculadas a la construcción tradicional del arquetipo clásico de la femme fatale que pervive, sin embargo, en esta figuración femenina tan netamente moderna. No puede ser casual la imagen de dominio (que recuerda vagamente a la de Robinson pintando las uñas de Bennett en Perversidad) que Bogdanovich construye al encuadrar a Shepherd, erguida en el asiento de su coche, mientras juguetea con Duane, tumbado boca arriba, y al que le está dando patatas fritas como si fuera su mascota. Como tampoco lo es que el cineasta muestre a Shepherd en posición horizontal, tumbada boca abajo sobre su cama, y acariciando a un gato, en una suerte de versión teen de las lánguidas y estáticas composiciones de Bennett en The Woman in the Window y Scarlet Street. Podemos encontrar en The Last Picture Show, incluso, una escena que emula el movimiento oscilatorio que caracteriza a esas figuraciones femeninas previas, la de la fiesta en la piscina; en ella, Jacy, que acaba de mentir a Duane para ir a esa fiesta de chicos ricos, es mostrada sobre el trampolín en una posición absolutamente vertical mientras se quita la ropa. Cuando está a punto de quedarse desnuda, frente a la atenta mirada de todos los invitados, da un pequeño traspié al que le sigue una oscilación y, evidentemente, una caída. Una vez sentada en el trampolín, y tras desvestirse completamente, se lanzará al agua en otra “caída” simbólica que encarnará la traición a Duane y el inicio del fin de su relación.
En Daisy Miller, Shepherd amplía, admirablemente, el rol de inasible e ingobernable chica rica que encarnó en The Last Picture Show y a la que un protagonista masculino, enamorado de ella, es (trágicamente) incapaz de entender. El filme, una modélica adaptación de la novela de Henry James, sigue las andanzas de Daisy Miller, una joven heredera norteamericana en Europa, y la colisión entre su desarmante espontaneidad y las rígidas convenciones del Viejo Mundo. Pese a que la película está narrada desde el punto de vista de su admirador, Frederick Winterbourne (Barry Brown), es el rostro de Daisy y, por tanto, el de Shepherd, el auténtico centro de la puesta en escena y el motor del relato. Un rostro filmado, de nuevo, en exquisitos primeros planos, mostrado en múltiples ocasiones desde el punto de vista subjetivo de Frederick, pero que, en esta ocasión, sustituye la pasividad de un rostro hermoso cuyo objetivo es, simplemente, ser admirado, por una actitud activa y radicalmente inquisitiva. En Daisy Miller, Shepherd no solo es mirada -como sucedía, en gran medida, en The Last Picture Show– sino que, sobre todo, mira, interrogando con dicha mirada a su admirador, Frederick, pero también, podríamos argumentar, a la cámara y a aquel que está detrás de ella, Bogdanovich, el director de la película y su pareja sentimental desde los inicios de los setenta. El filme es prodigioso en ese intercambio constante del punto de vista masculino y femenino, en un desplazamiento de la mirada que oscila -de nuevo ese movimiento oscilatorio del que hemos estado hablando- entre los primeros planos de Daisy, muchas veces mirando a cámara y, por supuesto, los contraplanos de Frederick, que corresponderían a la visión subjetiva de la protagonista. Esta es una película, pues, sobre una mujer, Daisy Miller, independiente y libre en un mundo incapaz de comprenderla y que la juzga duramente por ello, pero también una obra que podría leerse, en clave metacinematográfica, sobre una actriz, Cybill Shepherd, conquistando, insolentemente, su autonomía a través de una interrogación activa de los mecanismos de fetichización -esa insistencia obsesiva a la hora de filmar su cuerpo y su rostro por parte de Bogdanovich- que hicieron de ella una estrella. Lo más conmovedor de todo ello es que, en su penúltima colaboración juntos -Bogdanovich y Shepherd se reencontrarán en 1990, en la secuela de The Last Picture Show, titulada Texasville-, Bogdanovich parece admitir a Shepherd como auténtica co-creadora de la película, de un modo que, seguramente, no había hecho antes. Daisy Miller no solo presenta ese desplazamiento insólito de punto de vista entre el personaje masculino y el femenino, sino que la cámara parece moverse al compás que dicta el movimiento incesante, inquieto, de Daisy/Shepherd. Hay múltiples ejemplos de esta suerte de cámara-conciencia que parece estar en absoluta sintonía con la protagonista femenina: cuando Frederick, tras asistir a un espectáculo de marionetas en un parque, e intercambiar lánguidas miradas con Daisy, intenta detenerla cuando la chica va al encuentro de otro admirador, Mr. Giovanelli, es el movimiento de huida hacia delante de la chica el que impulsa a la cámara que, irreprimiblemente, la sigue; algo similar sucede cuando, en el mismo parque, y ante la sugerencia de Mrs. Walker, una estirada dama de la alta sociedad, de que debería volver a casa, Daisy pregunta a sus dos acompañantes si están de acuerdo con ella: la cámara lleva a cabo un movimiento abruptamente oscilatorio, pasando rápidamente de uno al otro, al ritmo que dicta la mirada que la joven posa sobre ambos. Ninguna escena es, sin embargo, más significativa de esta estrategia, que parece dar a Daisy/Shepherd un poder casi absoluto sobre la puesta en escena, que la última vez que Frederick ve a Daisy: tras descubrirla con Mr. Giovanelli a solas, de noche, paseando por Roma, Frederick se siente traicionado y habla con dureza a la joven, que reacciona subiéndose a un carruaje mientras le lanza una última (y muy inquisitiva) mirada. Cuando el carruaje se pone en marcha, la cámara lleva a cabo, de nuevo, una brusca oscilación hacia delante, como si quisiera seguirlo y continuar mostrando el rostro de la protagonista en primer plano, sin conseguirlo. Un plano general muestra a Daisy alejarse, sin dejar de mirar a cámara: una imagen indeleble, y muy consciente, de fuga por parte de un personaje femenino (y de la actriz que lo interpreta) que, en ese momento, parece haber decidido desvincularse no solo del protagonista masculino, incapaz de entender quién es ella, sino de la propia película, desapareciendo súbitamente de la misma para siempre.
Esta fuga final de Daisy, que también es la de Shepherd, es la resolución definitiva a ese cuestionamiento del mundo que la rodea y que, a lo largo de la película, el personaje ha ido planteando con sus miradas inquisitivas, pero también con un prodigioso dominio dialéctico en el que la confusión, la ocultación y el doble sentido resultan esenciales. Daisy pone a prueba a Frederick y amenaza con quebrar su rígido sistema de convenciones con un torrencial discurso repleto de bromas, declaraciones impactantes, comentarios fuera de tono o, directamente, mentiras que parecen verdades, como cuando afirma que está prometida a Mr. Giovanelli. Shepherd interpreta a Daisy, de forma prodigiosa, no como un enigma, sino como un personaje femenino poliédrico, repleto de capas, que se oculta de forma consciente tras esa muralla de palabras para conseguir desmontar las mentiras y los prejuicios -entre ellos, el del propio Frederick- de quien tiene enfrente. Es en este sentido que, de repente, la burbujeante, carismática interpretación de Shepherd, así como su juego autoconsciente entre lo que dice y lo que realmente piensa, puede recordar a la Joan Bennett de Me and My Girl. El final de la escena de esta película, con la que prácticamente abríamos el presente texto, no solo es prodigioso, sino que permite plantear algunas dudas respecto a la hegemonía de la transparencia en el cine clásico: Bennett y Tracy están tumbados en el sofá y hablan de una película que han visto ambos, “en la que los actores dicen una cosa y luego se escucha en voz alta lo que piensan realmente”. De repente, la escena se convierte en una réplica de aquella que ambos han comentado y ambos actores inician un diálogo que contrasta con sus pensamientos y sentimientos reales, oídos a través de sendas voces en off. Así, cuando Tracy le pregunta si alguna vez la han besado, Bennett afirma en voz alta y un punto ofendida “¡Por supuesto que no!”, para inmediatamente escuchar su voz en off que, sarcástica, afirma: “Espero que no se haya enterado de lo que pasó en el picnic de los bomberos…”. Una fuga de las convenciones vinculadas a la construcción tradicional de la heroína femenina que parece estar en sintonía con la fuga de la propia película hacia una autoconciencia narrativa, quizá un desvío de las normas del llamado “cine clásico”.
María Adell
1 Losilla, Carlos, Raoul Walsh, Cátedra, Madrid, 2020, pág. 31.
2 McGilligan, Patrick, Fritz Lang: The Nature of the Beast, 1997, pág. 278
3 La entrevista con Lang constituiría el cuerpo central del libro Fritz Lang in America (1967), considerado ampliamente como una de las más firmes y tempranas defensas de la etapa norteamericana del cineasta.