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MIREIA INIESTA / De la huella de lo real a la urgencia de lo ficticio

MIREIA INIESTA / De la huella de lo real a la urgencia de lo ficticio

¿Seguimos captando imágenes como la de la pierna de la criada que entorna la puerta de la cocina mientras muele café en Umberto D. (1952), de Vittorio De Sica? ¿Son ese tipo de microacciones las que definen el cine? ¿Todavía sigue vigente, en la gran pantalla, esa potencia de realidad en la gestualidad de actores y actrices, en los decorados o en los diferentes tipos de montaje? ¿Aún se produce esa transposición de la realidad a la pantalla de la que hablaba André Bazin? ¿Cuál es el sentido de su pregunta “¿Qué es el cine?” en la actualidad? 

La primera vez que vi Rachel, Rachel (1968), de Paul Newman, se abrió una sima ante mí, un abismo insondable que me generó auténtico terror. Mi grado de identificación con el personaje impecablemente interpretado por Joanne Woodward fue idílico y total. Durante hora y media vi la vida de una mujer con una edad exacta a la mía, con una profesión igual que la mía, con los mismos problemas que yo, viviendo en un lugar parecido y experimentando una crisis existencial como la que estaba experimentando yo en ese momento. Hasta el flequillo de la Woodard era similar al mío, incluso se hacía la misma coleta. En ese momento sentí que esas imágenes me pertenecían, que las habían rodado para mí, que una mujer ficticia se apoderaba en la pantalla de un espacio, un cuerpo, una voz, unos gestos y unas acciones que me representaban a mí. La huella de lo “real” estaba ahí. Al menos existía para mí. Existía en las actuaciones, en los colores, en los espacios, en la puesta en escena, en el relato. Había vivido el visionado de esa película de la misma forma en la que vivía el acercamiento a otros productos culturales como la lectura de una novela o la visita a una exposición de pintura o de fotografía: como un acto escrupulosamente íntimo, escrupulosamente mío. 

Meses más tarde, empecé a participar en el rodaje de una película que se prolongó durante tres años aproximadamente. Si bien se trataba de un rodaje poco convencional, fragmentado en el tiempo, precario en medios técnicos y económicos, no dejaba de ser un rodaje. Lo que allí se estaba haciendo era una película, por más que al principio ninguna de las personas que estábamos allí tuviera esa percepción. Ni siquiera el director. Fue entonces cuando pude verle las costuras al cine y su inextricable relación con la más pura esencia de la ficción. Nosotros estábamos allí de verdad, el espacio no podía ser más real, el aula de la universidad era el aula de la universidad, el profesor era el profesor en la vida real. Los contenidos de las clases que se filmaron eran también verdaderos. Sin embargo, no había nada en el mundo que se alejara más de la realidad. Improvisábamos, actuábamos, llorábamos, nos deseábamos, nos enfadábamos y hacíamos el amor, en una elipsis, siempre desde la ficción. Esta sucesión de infantiles obviedades, ya conocidas por cualquiera que esté leyéndome en este instante, me hizo recalar en la incuestionable conclusión de que hay un tipo de cine que solo es deudor de sí mismo. Un cine honesto que no pretende representar a nadie que no sea a sí mismo, ni le importa nada más aparte de las imágenes que produce. Por mucho que esté destinado a un público y a una crítica dispuesta a ensalzarlo o a despedazarlo. Si pienso en lo visto en 2020, dentro de esta línea, me veo en la obligación de mencionar a Mariano Llinás, Jaione Camborda, Pedro Costa, Pietro Marcello, Pilar Palomero, Kelly Reichardt, Pablo Larraín, Dea Kulumbegashvi… Por citar solo algunos ejemplos. 

Para Bazin, el cine era una imagen de lo real, o mejor, una huella visual de lo real, un instante atemporal fosilizado, que puede recrearse a perpetuidad. Vicente Monroy, en su ensayo Contra la cinefilia, recupera la crónica de un periodista del diario La Poste, en ocasión de la proyección de los primeros trabajos de los hermanos Lumière: “Cuando estos aparatos estén en manos del público, cuando todo el mundo pueda fotografiar a las personas que quiere, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra a punto de salir de sus labios, la muerte dejará de ser absoluta”.

Esta idea, enunciada por un periodista en 1895, contiene cierto interés leída desde la perspectiva actual. Ahora que todo el mundo posee un dispositivo en su propio teléfono móvil, con el que hacer fotografías y grabar vídeos, y que incluso existen festivales que se articulan en torno a cortos elaborados con esos aparatos, es probable que la huella de lo real y su capacidad de incidencia en la audiencia se haya visto algo desvirtuada. 

Antes de la pandemia, la televisión y las pequeñas pantallas de nuestros dispositivos domésticos ya habían adquirido una gran centralidad en nuestras vidas, algo que el confinamiento agudizó e incluso convirtió en una experiencia positiva, a través de algunas plataformas destinadas a paladares cinéfilos. La otra cara de esta forma de llegar a las películas la representan las otras plataformas, las de tamaño XXL, esas ligadas a la industria. Las que dedican un espacio cuasi marginal al cine de autor y constituyen la máxima expresión del neoliberalismo. Esos productos audiovisuales están destinados a un consumo de carácter bulímico. Ya se trate de series o de películas, el espectador medio suele relacionarse con ellas como lo haría en una cita de Tinder. La mayoría de las veces series y películas son abandonadas antes de que acaben, de modo que se establecen así romances breves, y a menudo inconclusos, entre las imágenes y la mirada, a diferencia del compromiso amoroso que antes establecíamos con ellas.

¿Qué papel juega Bazin en medio de este panorama? Cabría destacar que sus presupuestos teóricos recuperaron toda su entidad y toda su vigencia con la llegada del cine digital. Volvieron análisis que se preguntaban qué pasaba con la idea baziniana de la ontología de la imagen al producirse una hibridación de la misma, al mezclar imágenes reales con otras generadas por ordenador. Los procesos de digitalización también apuntaban a una mutación del cine, que en ese entonces parecía ser otra cosa. Sin embargo, más allá de las consideraciones técnicas, o gracias a ellas, el cine parecía no haber perdido su potencia para representar lo real. 

Actualmente, vivimos un momento en el que los mecanismos antropófagos de la industria han hecho que la escritura cinematográfica se resienta y que el placer que nos aporta una película dependa de nuestra forma de verla, de comentarla y de relacionarnos con ella. Ahora me resulta más difícil que antes sentir la identificación personal y la huella de lo real en las producciones actuales, tal y como la sentí con Rachel, Rachel. Pero eso no me impide disfrutar del cine que considero honesto y fiel a sí mismo ni seguir viviéndolo como una experiencia enteramente mía.

Confieso no tener una respuesta precisa para las preguntas que he planteado en la obertura del artículo. En medio de la devastadora realidad que nos rodea, hay críticos y directores que abogan por la vuelta al “género puro”, si es que eso es posible. Me parece entrever en esa reivindicación una necesidad urgente de que el cine se apuntale más en la ficción y preste menos atención a aspectos técnicos que lo acerquen a la realidad. Tengo la sensación de que ese deseo permanece de forma latente también en el espectador medio. Creo poder afirmar sin temor a equivocarme que, en líneas generales, hay en la audiencia un deseo de vivir una vuelta radical al amparo de la ficción, sin que esta se relacione necesariamente con lo real. Ya sea a través de las historias incompletas que ofrece Mariano Llinás en su maravillosa La flor (2019), el juego de espejos de Jaione Camborda en Arima (2019), los meandros narrativos de Álex de la Iglesia en 30 monedas (2020) o las imágenes desnaturalizadas de Christopher Nolan en Tenet (2020)

Quizá el cine ahora sea otra cosa distinta de la que planteó Bazin, y tal vez debamos e incluso necesitemos disfrutar de un cine que no se plantee tanto atrapar la huella de lo real. Probablemente haya pasado el tiempo de buscar imágenes como las del pie de la criada de Umberto D., al cerrar la puerta de la cocina, mientras muele café con un realismo sobrecogedor. 

Mireia Iniesta Navarro